Uno de los grandes debates de fondo en nuestra sociedad es el de la composición del tejido económico. Esta discusión sobrevive a las conversaciones mediáticas de moda en cada momento, como pandemias, geopolítica energética, estrategia nacional de defensa, etc., que van y vienen, pero siempre queda el runrún de fondo sobre el modelo de país, la apuesta –¿excesiva?– por el turismo low-cost y sus consecuencias sociales y económicas. Sin ir más lejos, Miquel Puig, concejal en el Ayuntamiento de Barcelona por Esquerra Republicana, insistía en la cuestión en un artículo de hace unos días, en el que afirmaba que Catalunya padece una “adicción a la mano de obra barata”, no solo en lo que respecta a la sobreexposición del turismo sino también por modelos industriales de bajo valor añadido e intensivos en mano de obra.

A menudo se enfoca esta crítica de tal manera que parece un dardo orientado al despacho donde se decide la composición sectorial de nuestra economía. El problema es que este despacho no existe. En Catalunya, al igual que en España y en Europa, la fortaleza o debilidad industrial, turística o del sector primario no son fruto de una política de asignación de cuotas, sino una consecuencia de la competitividad de cada uno de los sectores. La competitividad del turismo se define por vectores como la calidad paisajística, el buen clima o la facilidad de acceso –factores intrínsecos de Catalunya que no han requerido mucho esfuerzo político o social para posibilitarlos. La Costa Brava tiene el agradable clima que tiene por un azar del destino, y sus preciosos paisajes lo son por la misma razón. En menor medida, el sector primario depende de la disponibilidad abundante de suelo fértil, agua y una climatología compatible, si bien en este ámbito comienzan a pesar otros elementos más proactivos como la regulación fitosanitaria, la carga burocrática o la eficiencia logística.

En cambio, cuando hablamos de industria, hay pocos elementos dejados al azar: es necesario haber trabajado duro para posibilitar un contexto de competitividad, donde la suma de marco regulador, disponibilidad de energía a un costo adecuado, flujo de capital accesible para llevar a cabo inversiones elevadas, infraestructuras logísticas excelentes y acceso al talento son tan esenciales como difíciles de alcanzar. El mismo Sr. Puig afirmaba, en un artículo de 2021 titulado Energía y paisaje: “No podemos dejar que la iniciativa privada dirija la enorme ocupación que las renovables harán de un patrimonio común como es el paisaje”. Evidentemente, sin renovables no hay industria. No es, de nuevo, un fruto del azar o un desliz del despacho de planificación sectorial sino la falta de elementos esenciales para la competitividad industrial, que genera la inevitable consecuencia de engordar los otros sectores de este juego de suma cero: particularmente el turismo, que es quien puede beneficiarse de la protección paisajística a la que se hace referencia.

Las cosas no pasan por casualidad. El sector privado es el primer interesado en participar en actividades de mayor valor añadido y mayores márgenes

Pero si observamos más allá de los elementos tangibles –energía, agua, suelo, regulación, fiscalidad–, también hay cuestiones intangibles que condicionan una determinada composición del tejido económico catalán. Me refiero a la seguridad jurídica, la estabilidad política, la existencia o no de altibajos legislativos que pueden hundir un determinado proyecto de manera imprevista y sobrevenida. Dicho de otra manera, quienes deben instalar las industrias que se reclaman son seres humanos y están sujetos a miedos y temores, que suponen un freno para llevar a cabo sus planes.

En esta esfera, es preocupante que semana tras semana leamos titulares sobre intervenciones políticas en la empresa privada que parecen más propias de otras geografías. Que una empresa del Ibex convocara una junta extraordinaria de accionistas un sábado a las 9 de la noche para cambiar a su presidente ejecutivo por una persona ampliamente considerada afín al gobierno de turno no es homologable a Europa. Que este cambio facilite el ascenso a vicepresidente de la misma entidad al coautor de la tesis doctoral del presidente del gobierno tampoco parecería una cuestión muy alineada con las buenas prácticas de gobernanza corporativa. Y aún menos ejemplar parece la maniobra de enviar directores ejecutivos de empresas privadas de la mano con ministros en activo a visitar a miembros del accionariado de medios de comunicación privados para debatir más cambios en el tablero de juego.

Todo esto se acaba de complementar con un portafolio de empresas públicas amplio, la mayoría de ellas preocupantemente deficitarias, que no responden a la mitigación de una determinada anomalía del libre mercado, sino que solo existen para canalizar los intereses políticos y personales del gobierno de turno. La semana pasada vivimos un capítulo más con el impulso definitivo de la red social pública que se plantea, con total sinceridad, como un instrumento para contrarrestar los estados de opinión que se generan en X/Twitter.

Así pues, las cosas no pasan por casualidad. El sector privado es el primer interesado en participar en actividades de mayor valor añadido y mayores márgenes que servir cafés con leche. Si Catalunya tiene una tendencia al café con leche no debe ser tanto por la falta de proactividad del sector privado como por la inexistencia de un contexto compatible con industrias avanzadas: desde una absoluta falta de infraestructuras energéticas hasta un marco político demasiado acostumbrado a manipular la gobernanza y la regulación de las empresas. Sería bueno aplicar una pincelada de autocrítica y reflexionar sobre la manera en la que cada uno de nosotros ha contribuido a posibilitar el crecimiento industrial o bien a expulsarlo, antes de pronunciarse sobre determinadas adicciones que quizás padece nuestro pequeño país.