Si hay un ámbito en el que lo hemos probado casi todo, y en el que sabemos perfectamente qué funciona y qué no, es el de la vivienda. No es ningún misterio. Es un problema antiguo, universal, y que se agrava allí donde las ciudades tienen éxito. Cuando una metrópoli crece rápidamente, es casi inevitable que acabe sufriendo estrés inmobiliario. Es lo que ocurre en Barcelona y Madrid, en contraste con Viena, por ejemplo, donde el crecimiento es más pausado y las políticas de vivienda tienen continuidad.

Pero aquí, con demasiada frecuencia, se hacen políticas a corto plazo para problemas de largo recorrido. Y eso lleva a sacrificios estratégicos en nombre del titular inmediato. Se preserva el statu quo de unos pocos, a costa del futuro de muchos. ¿El resultado? Una sucesión de soluciones que no atacan la raíz del problema, sino sus síntomas más visibles. Y una frustración creciente entre quienes buscan vivir dignamente en su propia ciudad.

El caso de San Francisco (y los inquietantes parecidos con el nuestro)

Tomemos el caso de San Francisco, por no tocar sensibilidades locales. Tiene un problema de vivienda monumental: precios de compra y alquiler por las nubes y una escasez crónica de oferta. La ciudad está llena de casas bajas, con margen evidente para crecer en altura. Pero no se construye. ¿Por qué?

La respuesta es tan absurda como real. Una regulación de altura antigua, motivada por los terremotos, sigue vigente. Y a pesar de que hace décadas que la tecnología permite edificar rascacielos resistentes —basta con mirar a Japón—, nadie se atreve a tocar la normativa.

Las soluciones que se proponen suelen llegar tarde y se limitan a gestionar el síntoma, no la causa

¿Por qué? Porque en Estados Unidos vota poca gente, y los que lo hacen suelen ser propietarios de vivienda. Y para muchos de ellos, esa vivienda es parte esencial de su patrimonio o seguro de vida. Si aumenta la oferta y el valor baja, es una catástrofe personal. Y los políticos, obviamente, no están para enemistarse con sus votantes.

Pero eso no es todo. La construcción en California está fuertemente sindicalizada, con normativas que encarecen los costes y dificultan el acceso a mano de obra. Y si en el resto del país se utilizan viviendas prefabricadas —un 40% más baratas—, en San Francisco están prohibidas. La administración, por si fuera poco, es todo menos ágil. ¿El resultado? Precios por las nubes y un déficit estructural.

Barcelona: distinto escenario, mismos obstáculos

Aquí también tenemos limitaciones de altura —la de la Sagrada Família, salvo excepciones—, suelo que no se recalifica, y una administración que no destaca por su agilidad. Los paralelismos con San Francisco son demasiado evidentes. Y al igual que allí, aquí también cuesta imaginar que se tomen decisiones valientes a medio plazo.

Y además, las soluciones que se proponen suelen llegar tarde y se limitan a gestionar el síntoma, no la causa.

Las políticas del parche: topes, prohibiciones y cortinas de humo

La estrategia habitual consiste en limitar precios, restringir usos y señalar “culpables” fáciles: pisos turísticos, estudiantes, viviendas vacías. Pero estas medidas tienen efectos muy limitados.

Los pisos turísticos están concentrados en zonas muy concretas, y las viviendas vacías suelen estarlo por razones complejas: herencias, trámites judiciales, situaciones familiares. Su impacto global es menor del que se vende. Pero sí, sirven para generar titulares.

Mientras tanto, el problema real sigue siendo la falta de oferta. Y para resolverla solo hay dos opciones: o la administración construye vivienda social —algo que suele hacer con poca eficiencia y lentitud—, o se facilita que el sector privado pueda construir. Pero aquí topamos con otra barrera: para algunos gobiernos, hablar del mercado en materia de vivienda es herejía. Y eso bloquea cualquier aproximación pragmática.

El caso de la rentabilidad: una lección práctica

Veamos un ejemplo concreto: un piso de 70 m² en el Eixample de Barcelona, valorado en unos 500.000 €. Alquilado a estudiantes por 1.800 €, ofrece una rentabilidad bruta del 4,3%, que neta puede bajar al 3,7%. Con topes, el máximo sería 1.100 €, es decir, una rentabilidad bruta del 2,6%, y neta por debajo del 2%. ¿Qué es más rentable? Poner el dinero en una cuenta de Trade Republic al 2,5% de interés.

Otro caso: un piso de 120 m² en una zona sometida a gentrificación, como Consell de Cent, valorado en 890.000 €. En alquiler temporal da 4.200 € mensuales (5,6% bruto, 4,8% neto). Con un contrato LAU limitado a 1.560 €, la rentabilidad neta cae al 1,8%. De nuevo, la cuenta corriente gana.

Y eso sin tener en cuenta que los incrementos del alquiler no se vinculan a la inflación real, sino a un índice político: este año, un 1,98%. Mientras tanto, los precios del pescado (las molleras o las pelaías han pasado de 6-8 euros a 22 o más), la carne o la fruta se disparan. La rentabilidad, pues, empeora año tras año.

¿Y qué consecuencias tiene todo esto?

Por un lado, estas medidas ofrecen seguridad a quienes viven en estas viviendas, ya que no verán incrementados sus alquileres. Al contrario: como los alquileres suben por debajo de la inflación o los salarios, en términos reales pagarán menos. Ahora bien, esto no es una medida socialmente progresista: beneficia tanto a quien realmente lo necesita como a quien tiene un trabajo estable, un buen sueldo, una empresa o un patrimonio considerable. Tanto si eres el alcalde como si eres un inmigrante recién llegado, si estás de alquiler, te puede beneficiar igual.

Lógicamente, eso hace que la distribución de estos beneficios favorezca sobre todo a los residentes de toda la vida, ya asentados en la ciudad —normalmente considerados clase media—, y deje al margen a los recién llegados. Es, por tanto, una medida regresiva en su efecto real.

El tope no hace subir precios, pero reduce aún más la oferta. Encontrar piso es una carrera de obstáculos y los más vulnerables son los primeros descartados

Por otro lado, las viviendas de alquiler se convierten en activos menos atractivos. Muchos propietarios preferirán vender, reduciendo aún más el ya escaso parque de alquiler.

El tope no hace subir precios, pero la demanda supera aún más a la oferta. Encontrar piso se convierte en una carrera de obstáculos. Los más vulnerables —con trabajos precarios, sin contrato fijo o con pocos recursos— son los primeros descartados. También los estudiantes. El “casting” lo ganan los funcionarios y las nóminas estables. Otra medida regresiva disfrazada de justicia social.

¿Qué se puede hacer con la demanda? ¿Y con la oferta?

Hay acciones puntuales que podrían ayudar, como limitar los contratos temporales a extranjeros no residentes para evitar fraudes habituales. Pero nada de esto resuelve el problema de fondo: la falta estructural de vivienda. Y esa solo se resuelve actuando sobre la oferta.

Sí hay alternativas: solo se necesita voluntad política y ambición

La idea de que “no se puede hacer nada” es falsa. En China, el problema no es la escasez, sino el exceso de vivienda. Allí se planifican nuevas ciudades, se ceden solares, y se construye mucho. Tanto, que hay barrios vacíos y promotores que quiebran.

Incluso arquitectos de aquí, como Vicenç Guallart, han participado en esos proyectos ecológicos y singulares. ¿Cuándo fue la última vez que hicimos una ciudad nueva en Cataluña?

Si nuestros abuelos unieron Gràcia, Sants o Sant Andreu, ¿por qué no podemos dar nosotros el siguiente paso?

Es cierto que hace falta infraestructura, y Rodalies no ayuda. Pero FGC funciona, y el Vallès tiene espacio. Imaginemos trenes eléctricos, frecuentes, baratos —o gratuitos—, y una Barcelona que piense en clave metropolitana. Si nuestros abuelos unieron Gràcia, Sants o Sant Andreu, ¿por qué no podemos dar nosotros el siguiente paso?

No hace falta copiar a China. Pero sí aprender de donde las cosas funcionan. Y dejar de insistir en fórmulas que sabemos, de sobra, que están condenadas al fracaso.