Es tracta potser de l’article més paradigmàtic de l’ocupació franquista de Barcelona i de la nova intel·lectualitat de la dictadura. Amb l’entrada de les tropes del general Yagüe comença la revisió històrica del procés que s'inicia amb la Renaixença i desemboca en la proclamació de la República i l’Estatut d’Autonomia del 1932, i l’atribució de culpes a la "subversió" que havia portat els militars a alçar-se el 18 de juliol. Les responsabilitats no se circumscrivien al món republicà, sinó que era el mateix catalanisme el que calia extirpar. Un falangista com Luys Santa Marina ho resumirà gràficament: "Se empezó con juegos florales y sardanas, y se ha terminado inmolando juventudes en el Ebro. Y esto no puede volver".
Però Ferran –o Fernando– Valls Taberner no era un abrandat falangista de primera hora sinó un antic jurista i polític lligaire –company de generació de Jordi Rubió i Balaguer i de Lluís Nicolau i d’Olwer, i represaliat durant la Dictadura de Primo de Rivera–, que des del 1934 havia iniciat un procés de revisió dels seus postulats que el portaria a ser l’intel·lectual de referència del primer franquisme a Catalunya, amb nombrosos càrrecs oficials i acadèmics.
Publicat a La Vanguardia Española el 15 de febrer del 1939, Valls hi assenyalava resumidament que "Cataluña ha seguido una falsa ruta y ha llegado en gran parte a ser víctima de su propio extravío. Esta falsa ruta ha sido el nacionalismo catalán". Un catalanisme decididament subversiu, que fins i tot va arribar a les classes altes i va esdevenir, a més, un factor de disgregació i discòrdia interna, com a preludi de la mateixa guerra. Per a Valls Taberner, calia liquidar un passat equivocat i uns resultats desastrosos per reprendre el bon camí, és a dir, el camí que havia de seguir Catalunya en la marxa triomfal de la "Nueva España".
La falsa ruta
Fernando Valls-Taberner
La Vanguardia Española, 15 de febrer del 1939
La emoción de la llegada de Barcelona, al día siguiente de su liberación por el Ejército Nacional, y las intensas impresiones de los quince primeros días de nueva estancia en ella son algo inenarrable. Tantos y tan variados sentimientos se agolpan en el ánimo del que acaba de reintegrarse a su ciudad natal después del largo y doloroso martirio por ella sufrido, que no son para descritos fácilmente. Ni entra ello en mi propósito.
Al ponerme hoy otra vez en contacto con el gran público de Cataluña, merced a la amable invitación de La Vanguardia Española, en calidad de colaborador de la misma, considero un deber hablarle, más que de emociones sentimentales, de razonamientos y criterios fruto de reiteradas meditaciones acerca del problema palpitante de la trayectoria espiritual de nuestra región catalana. Quienes, en otro tiempo, tuvimos en la vida pública de la misma, en cualquiera de sus aspectos: social, político, cultural, etc., o en varios de ellos a la vez, una representación más o menos calificada y notoria, tenemos, a mi juicio, en este momento augusto y decisivo la obligación de hablar clara y francamente a nuestros paisanos, de proclamar ante ellos la verdad a través de tantas experiencias dolorosas vislumbradas, de decir sinceramente nuestro pensamiento sin rebozo ni disimulo, sin subterfugios ni eufemismos, que sólo representarían propiamente deslealtad o cobardía.
Cataluña ha seguido una falsa ruta y ha llegado en gran parte a ser víctima de su propio extravío. Esta falsa ruta ha sido el nacionalismo catalanista
Durante dos años y medio de ausencia y de peregrinaciones, mi evolución ideológica, que resaltaba ya en artículos y folletos por mí publicados en los años 1930-1935, se ha acentuado progresivamente, com resultado de la continuada observación de los acontecimientos y de la reflexión y el estudio frecuentes. Al reanudar ahora mi vida barcelonesa, he tenido ocasión multiplicada de constatar que las conclusiones a que principalmente por raciocinio había llegado desde mi lejanía de la región nativa, presente, empero, siempre en mi espíritu, coinciden especialmente con las que, derivando más que nada de una elaboración sentimental, me comunican aquellos amigos que han sufrido aquí la tortura inmensa de la tiranía roja y con los cuales he tenido el placer de conversar. Estas conclusiones por lo que se refiere específicamente a la trayectoria política de Cataluña en los últimos decenios del siglo XIX y en lo que llevamos del siglo presente, pueden resumirse en esta opinión: Cataluña ha seguido una falsa ruta y ha llegado en gran parte a ser víctima de su propio extravío. Esta falsa ruta ha sido el nacionalismo catalanista.
Múltiples factores han contribuido, en el decurso de un período bisecular, a la preparación de la magna tragedia española; y en el examen general de las responsabilidades escasos son, en la historia moderna de España, los hombres y las colectividades que puedan aparecer exentos de errores graves o de culpas. En la propagación de un subversivismo, cada vez más acentuado y más extendido por el cuerpo social de España, y que llegó por fin a producir la gran catástrofe, en la que hemos estado a punto de sucumbir para siempre, casi todos tuvimos parte. No me incumbe, ahora entrar a analizar otras causas, algunas más profundas y decisivas, de la tremenda convulsión española. Lo que creo de mi deber señalar, en este momento de salvación, a mis paisanos, como oportuna y saludable advertencia dirigida a ellos por un conocedor del asunto, es que uno de los factores de subversión, cuya reaparición se debe evitar decididamente, ha sido el catalanismo político, y aún, para simplificar la denominación, diremos el catalanismo, a secas. Este ha constituido la falsa ruta de la Cataluña contemporánea.
Nadie puede hoy honradamente dejar de confesar que el catalanismo, al término de su trayectoria, se ha vuelto contra Cataluña
Catalanismo no ha resultado lo mismo que amor a Cataluña, aunque de buena fe aparecieran a muchos, en otro tiempo, uno y otro como cosas idénticas. Escrutando hoy el pasado próximo, podemos darnos cuenta, si la pasión o la terquedad no enturbian nuestra mente, de que el catalanismo, en su actuación política, contruyó poderosamente al desarrollo del subversivismo en Cataluña, llevándolo hasta las capas sociales superiores. Huelga hoy, por suficientemente notorio, entrar en detalles acerca de este extremo. Pero, además, hay que reconocer que el catalanismo resultó en definitiva un lamentable factor de disgregación, así con respecto a la unidad nacional española, como también dentro de la misma entidad regional catalana, produciendo en ella una funesta separación, mejor diremos contraposición, que a veces, enconada por el odio político, llegó a parecer irreductible, entre los mismos catalanes, divididos en catalanistas y anticatalanistas, con lo que se inició ya, dentro de la misma Cataluña, una discordia profunda, que en el orden moral era un preludio de guerra civil vehemente y furibunda.
El catalanismo no logró casi nunca dejar de presentar una significación partidista; ni alcanzó a abandonar a tiempo unos derroteros que a la postre han conducido al país a la ruina. Nadie puede hoy honradamente dejar de confesar que, en fin de cuentas, el catalanismo, al término de su trayectoria, se ha vuelto contra Cataluña; y que incluso lo que un tiempo pudo tener de generosa aspiración renovadora, en medio de la general decadencia, lo que tuvo también de idealidad, desviada sin duda, pero llena de ingenuas ilusiones, lo que haya representado en cuanto a anhelos de reforma y de perfección, bien que exaltados y turbulentos, todo ello ha sido ignominiosamente prostituido y sacrificado en estos últimos años. Lo que, en medio de la equivocación general, hubiera en él de nobles ansias renovadoras y de esencias tradicionales, ha sido muerto últimamente por los corifeos separatistas, y a consecuencia de ello el catalanismo es hoy un cadáver. Para el bien de Cataluña y de España entera no lo podemos de ningún modo dejar insepulto.
Cataluña es una realidad viva y no un prejuicio tendencioso; y para restaurar su vida y redimirla y dignificarla de verdad sólo hay un camino: (…) la ancha vía triunfal de la Nueva España
Hay que liquidar, pues, un pasado equivocado, y en sus resultados desastroso; hay que reemprender el camino, volviendo al buen sendero. Cataluña es una realidad viva y no un prejuicio tendencioso; y para restaurar su vida y redimirla y dignificarla de verdad sólo hay un camino: despojarla de sectarismos, de mezquindades y de encogimientos, devolverle el buen sentido, librarla de megalomanías y de emperezamientos, de disipaciones y de frivolidades, de chabacanerías y de ridiculeces, y hacerla andar con fe, con amor y con el mejor espíritu por la ancha vía triunfal de la Nueva España, hacia un destino común lleno de promesas y de esplendores, de gloria auténtica y de progreso positivo. Y puesto que la Providencia, en el momento más angustioso y de máximo peligro, nos ha salvado de una ruina irreparable, por medio de nuestro excelso Generalísimo y del glorioso Ejército Nacional, es necesario que la rectificación, la contrición y la enmienda marquen una nueva orientación de la vida de Cataluña, reincorporada a España definitivamente. A la obra grandiosa de la reconstrucción de la Patria española emprendida por el Movimiento Nacional deben, pues, cooperar todos los catalanes efusivamente y con la máxima lealtad, sin reservas, sin recelos y sin regateos de ningún género; sin más jefe que el Caudillo, forjador de la Nación renaciente, y salvador de nuestra civilización tradicional, al cual debemos gratitud perenne, adhesión inquebrantable y confianza plena amplísima, cual la merece por su genio extraordinario por su patriotismo insuperable y por su abnegación y esfuerzo admirables.