El Ayuntamiento de Barcelona y el Ministerio del Interior mantienen de hace semanas un polémico rifirrafe por la reapertura del Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de la Zona Franca, un espacio que se utiliza como centro de retención de aquellas personas extranjeras detenidas por encontrarse en situación irregular, en la mayoría de casos por no tener los papeles en regla, con la intención de repatriarlos a sus países de origen.
El fondo de la polémica radica en que más allá de la puerta de entrada del CIE poco o nada se sabe de lo que les pasa a los detenidos, que son sometidos a un régimen prácticamente carcelario a pesar de haber cometido sólo faltas administrativas y no delitos. De hecho, el régimen de internamiento en este tipo de centro –hay siete en el Estado español y 280 en toda Europa– es más precario que el de las prisiones, según denuncian varias entidades humanitarias, que alertan de la vulneración de derechos fundamentales en aspectos como la sanidad, la tutela judicial, la intimidad y la comunicación.
Es por eso que, después de una reciente rehabilitación del centro, el equipo de gobierno municipal ha intentado evitar su reapertura, un hecho que ha llevado al enfrentamiento directo de la alcaldesa Ada Colau con la vicepresidenta del Gobierno en funciones, Soraya Sáenz de Santamaría. Además, la clausura decretada por el consistorio ha sido desoída por el ministerio, que vuelve a mantener actividad en el centro. Por su parte, el Ayuntamiento estudia forzar un proceso de precinto definitivo del equipamiento.
Visto con perspectiva histórica, sin embargo, el CIE de la Zona Franca tiene un precedente en Barcelona mismo que servía para un propósito muy similar, la detención de inmigrantes a la espera del retorno a sus lugares de origen a pesar de no haber cometido ningún delito. Eso pasaba durante el franquismo, una época donde las garantías ciudadanas no eran precisamente la prioridad de un régimen que, además, no tenía escrúpulos a la hora de detener ciudadanos españoles, en este caso, personas llegadas de toda España en busca de un futuro mejor a Catalunya con el objetivo de devolverlos –de hecho, deportarlos– a sus lugares de procedencia.
Un vestigio de la Exposición de 1929
La Exposición Internacional de 1929 pobló la montaña de Montjuïc de palacios, recintos y pabellones, muchos de los cuales todavía siguen teniendo un uso similar al original. Otros han desaparecido dejando paso a una nueva urbanización del espacio. Entre estos que ya no existen había el llamado Palacio de las Misiones, ubicado donde ahora hay los jardines de Joan Maragall, tras el Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC) y junto al Palacete Albéniz. El Palacio fue derribado en el año 1969 para dar paso a los actuales jardines.
El pabellón recibió su nombre en tanto que era el espacio destinado en la exposición para mostrar el trabajo de las misiones católicas esparcidas por todo el mundo. Obra del arquitecto Antoni Darder, tenía una superficie de 5.000 metros cuadrados.
Ahora bien, una vez acabada la exposición el inmueble se destinó a diferentes usos y, como muchos otros grandes edificios de la capital catalana, acabada la Guerra Civil fue utilizado como una más de las prisiones donde se amontonaban los millares de personas detenidas por el régimen fascista.
Pasada la primera gran etapa de represión, las autoridades todavía encontraron otro uso para este espacio, el de devenir un centro de clasificación de indigentes que a principios de los años 50 empieza a ser utilizado para retener y clasificar inmigrantes de toda España para ser devueltos a su lugar de origen. Es en esta etapa cuando el Palacio de las Misiones se convierte un auténtico CIE 'avant la lettre'.
Detenidos al bajar del tren
Efectivamente, el franquismo no dudó en deportar a ciudadanos españoles, en una muestra de su incapacidad para asumir y ordenar el gran alud migratorio que inundó Barcelona y el área metropolitana, así como otros centros industriales del Estado como Bilbao y Madrid.
De hecho, las autoridades franquistas decidieron vulnerar el propio 'Fuero de los españoles' –una de las leyes fundamentales del régimen–, que aseguraba en su artículo 14 que "Los españoles tienen derecho a fijar libremente su residencia dentro del territorio nacional" y haciendo uso de la Ley de Vagos y Maleantes, que permitía la restricción de la libre circulación, encontraron el resquicio por el cual podían obligar a retornar los inmigrantes.
Así las cosas, a finales de 1952 el Gobernador Civil de Barcelona, Felipe Acedo Colunga, emite una circular por la cual, con la excusa de hacer frente al "complejo problema de la vivienda" –eufemismo del fenómeno del chabolismo–, manda a alcaldes y jefes policiales a "impedir en lo sucesivo la entrada y subsiguiente permanencia en sus respectivos términos municipales de aquellas personas que por no tener domicilio tuvieren que recurrir a la 'vivienda no autorizada' debiéndolos remitir a este Gobierno civil para su evacuación por el Servicio que se encuentra en este efecto establecido".
Siguiendo estas órdenes, la policía tenía vía libre para presentarse en las estaciones de tren, en especial la de França, para interrogar a todos los viajeros de los trenes que llegaban de todo el Estado, especialmente del célebre Sevillano, que llevó miles de inmigrantes andaluces hacia Catalunya.
Aunque los viajeros mejor informados ya habían tomado la precaución de bajar antes del tren y no esperar a la estación término, las detenciones en la misma estación eran habituales entre aquellas personas que no podían demostrar que tuvieran oficio ni beneficio, y sobre todo no tenían vivienda en Catalunya. Los detenidos eran conducidos al Palacio de las Misiones y, los que no eran reclamados por familiares u otras personas que garantizaran trabajo y vivienda, eran finalmente devueltos a sus pueblos de origen en varios trenes preparados a tal efecto. Una vez de retorno al pueblo, a menudo los deportados volvían a probar suerte en otro Sevillano.
Al menos quince mil deportados
Ante de los centenares de miles de personas llegadas a Catalunya durante la gran ola migratoria de los años cincuenta y sesenta, los detenidos y finalmente deportados fueron una parte mínima difícil de cuantificar. Con todo, una cifra aproximada es la de 15.000 personas, según los cálculos elaborados por Imma Boj en la ponencia '"El Pabellón de las misiones: la represión de la inmigración en la Catalunya franquista", dada a conocer en el 4º Congreso sobre la inmigración en España y celebrado en Girona el año 2004.
Al no haber registro de las personas devueltas, la cifra de 15.000 deportados proviene de calcular los gastos de las 230 expediciones –trenes específicos de retorno de inmigrantes– documentadas entre abril de 1952 y diciembre de 1957. Como las autoridades pagaban el viaje de retorno con una bonificación del 50 por ciento, el estudio hace una estimación del precio medio de cada desplazamiento a partir del cual se llega a la cifra de 15.000 personas.
Un número que, a pesar de no ser exacta, retrata el drama que vivieron, ni que fuera temporalmente, miles de personas que vieron rotas sus esperanzas de vivir un futuro mejor en Catalunya, deportados por las autoridades del propio país en contra de las leyes que les garantizaban libertad de movimientos y, además, sin haber cometido ningún delito, después de pasar un tiempo en un centro de retención específico, el Palacio de las Misiones. Excepto el hecho de que en aquel caso no se trataba de extranjeros, sino de ciudadanos del mismo país, el resto es un espejo histórico puesto delante de un CIE de la Zona Franca que sirve para prácticamente lo mismo.