Probablemente, el debate sobre cuáles son las mejores vistas de Barcelona no se resolverá nunca. Con respecto a espacios públicos, la cima del Turó de la Rovira, allí donde había baterías antiaéreas durante la Guerra Civil y posteriormente un barrio de barracas y que actualmente, y sin saber muy bien por qué, popularmente los han bautizado como 'búnkeres del Carmel' parece ser el mirador preferido, por su proximidad con respecto a cualquiera de Collserola, Tibidabo incluido, y su vista de 360 grados sobre toda la ciudad. Otros miradores destacados podrían ser los de Montjuïc, o el del Centro Comercial Arenas de Barcelona, todavía más próximos.
La cuestión es que cuando se entra en espacios privados, normalmente vedados a la ciudadanía, el espectro de miradores sobre Barcelona se amplía considerablemente, y a menudo con sorpresas inesperadas. Y este es el caso de la Torre Urquinaona, un rascacielos de estilo racionalista y estética brutalista que ofrece precisamente eso, unas vistas brutales sobre la ciudad de Barcelona.
Este edificio de oficinas, de acceso restringido a sus usuarios, se levanta justo en la frontera entre la Ciutat Vella y el Eixample y responde a una voluntad muy habitual de los años del 'desarrollismo' porciolista, grandes edificios que rompían toda la armonía del entorno y se convertían en singulares aunque fuera a causa de su (subjetiva) fealdad.
70 metros de altura y 22 plantas
Todavía hoy, la Torre Urquinaona sigue teniendo un encaje complicado entre una Ciutat Vella de calles estrechas y edificios antiguos en dirección mar y el primer Eixample, el más burgués de todos, que se abre dirección montaña. En medio, un rascacielos de 70 metros de altura -no es de los más altos, pero por su ubicación se hace notar- y 22 plantas. Hoy en día sería dudosamente legal levantar un edificio de estas características en el centro de Barcelona.
El edificio ocupa el chaflán entre la plaza Urquinaona y la calle Roger de Llúria. Los seis primeros pisos se alinean en altura con los edificios contiguos, pero a partir de ahí se dispara hacia arriba con una torre de planta octogonal y formas contundentes que intenta romper la monotonía con diferentes entrantes y salientes jugando con el gres oscuro de las paredes -bastante resistente al oscurecimento por polución- y el cristal de amplias ventanas. El remate superior tiene una configuración casi escultórica, jugando con los volúmenes para romper la verticalidad inherente a los rascacielos.
Construido por los arquitectos Antoni Bonet Castellana y Benito Miró Llort -miembro del GATCPAC durante la II República- entre los años 1966 y 1975, el interior está dedicado básicamente a oficinas, ya que fue un encargo para la empresa constructora Llave de Oro. A pesar del gris funcionarial que se puede intuir en sus interiores, en la planta 20 se encuentra un espacio multifuncional dedicado a lo que ahora se generaliza bajo el concepto de acontecimientos -para los de los 'bunkeres', la palabra es 'eventos'-. La gracia de la planta es que es prácticamente diáfana, por lo tanto, permite dar toda la vuelta a las ocho caras del edificio y la sorpresa, más que dentro está a fuera. Lisa y llanamente, las vistas sobre Barcelona son brutales.
En las ventanas hay lo mejor
Incluida dentro del circuito de edificios visitables del circuito de arquitectura Open House, la Torre Urquinaona revela por sus ventanas lo mejor que tiene a ofrecer al visitante. Además de igualar la cumbre del Turó de la Rovira y el mirador de las Arenas con respecto a la vuelta completa de 360 grados, los supera a los dos, el primero por proximidad y el segundo por altura -la antigua plaza de toros se levanta 27 metros-. Todo el Eixample, con la Sagrada Família como elemento singular, Ciutat Vella, el puerto y Montjuïc son los encantos que ofrecen unas vistas que ponen la ciudad a los pies del observador. Todo ello, un mirador que vale la pena visitar.
No hay que olvidar, además, que lo que en la actualidad es un rascacielos que se singulariza por su ubicación y altura, podría haber sido, de hecho, uno de los muchos rascacielos que el tardofranquismo proyectaba justo en el centro de la ciudad. Un testimonio, pues, de aquello que podría haber ocurrido, una Barcelona brutalista que, por suerte, nos hemos ahorrado.