Quizás debería arrancar diciendo que el turismo en la ciudad de Barcelona es un problema. Concretamente el tercero, según el último Barómetro del Ayuntamiento, después del encaje de Catalunya en España y del acceso a la vivienda. Las consecuencias de un turismo masivo son bien conocidas, en tanto que sufridas. Por una parte, la aglomeración turística en algunos distritos concretos de la ciudad, especialmente Ciutat Vella y Eixample, alteran la plena convivencia de los vecinos y vecinas. Hablamos, por ejemplo, de lo que sufren en la Barceloneta, donde los establecimientos de ocio nocturno generan molestias importantes producidas por la aritmética elemental de juventud más alcohol en el contexto de unas vacaciones que permiten que los excesos se ubiquen dentro de una temporalidad restringida, pasajera. En un nivel más estructural, la masificación turística es portadora de procesos de gentrificación, uno de los males que sufren las tourist friendly cities como Venecia, Oporto o Dubrovnik.
Por gentrificación entendemos aquellas transformaciones urbanas donde intervienen dos elementos principales. Por una parte, la revalorización del patrimonio inmobiliario de una zona determinada de la ciudad. Por otra, la sustitución de la población residente por una nueva clase social, más pudiente, que puede permitirse alquileres más elevados. A menudo, eso empuja fuera de la ciudad a familias que, habiendo vivido toda la vida en el barrio, no tienen otra alternativa que dejar su hogar.
Si el turismo es el tercer problema de los y las barcelonesas, el acceso a la vivienda es el segundo y, como vemos, la relación entre el uno y el otro es casi de causa-efecto. Los procesos de gentrificación afectan sobre todo a los centros urbanos, que paulatinamente se convierten en decorados artificiales al servicio exclusivo del sector turístico. Un mal que empieza a preocupar a los mismos turistas, que no quieren tomar el avión para encontrarse a su vecino tomándose una jarra fría de sangría casera.
Todos estos factores comienzan a tener una peligrosa consecuencia no deseada. Es incipiente, pero se reivindica desde algunos sectores de la izquierda: la turismofobia
Por último, y en términos económicos, es evidente que el turismo no es negativo per se. Varios subsectores del turismo que se benefician de la llegada de personas y del gasto que hacen. Restauración, transporte, sector hotelero y otros, recaudaron más de 31 millons de euros en la demarcación de Barcelona en el 2016 según el Informe anual de la demarcación de Barcelona 2017. Lo que sí es peligroso es que acapare una parte demasiado importante del PIB, por razones evidentes: no tener una economía diversificada genera dependencia de un solo producto, por lo que si este disminuye, aunque sea por razones externas (aumento del turismo en destinos más baratos) la economía se hunde. Por otra parte, ente deberíamos preguntarnos si un modelo basado en los servicios ofrece perspectivas de futuro para una sociedad altamente cualificada como la nuestra. En definitiva, la naturaleza del capital es maximizar su rendimiento, pero es obligación de los poderes públicos limitar su impacto, en tanto que este sea perjudicial a la población.
Ahora bien: todos estos factores comienzan a tener una peligrosa consecuencia no deseada. Es incipiente, pero se reivindica desde algunos sectores de la izquierda en un envoltorio de justicia social. Hablamos, ahora sí, de la turismofòbia. Con la llegada del verano, aflora el lamentable recuerdo de los pinchazos en las ruedas de los buses turísticos reivindicado por Arran, una organización asociada a la CUP. Al mismo tiempo, afloran las pintadas de Tourists Go Home. Recientemente me comentaba una compañera, migrada del Reino Unido en Barcelona hace unos años, como all pasar al lado de alguna de esas pintadas, captura miradas furtivas de rechazo, que la hacen sentir intrusa en su propio barrio debido a su apariencia física.
Como los luditas, que destrozaban máquinas al asumir que les robaban el trabajo (obviando el rol del empresario que las compraba), la turismofobia confunde al sujeto con el objeto. Es irónico que los máximos exponentes del estructuralismo clásico obvien las causas estructurales del turismo, focalizando su rabia en las personas en lugar de las causas que han generado el problema que dicen querer atacar. No olvidemos que un turista se distingue de un no turista por su apariencia. Como visión esencialista, no dista mucho de la xenofobia clásica, donde el rechazo a la persona migrada viene dada por el simple hecho de no parecer ser de aquí. Sea por ignorancia, por el deseo de encontrar un enemigo físico que justifique su espíritu redentor, o directamente por esta forma de racismo, es una conducta que nadie, pero especialmente la izquierda, no se puede permitir.