Situémonos en el valle de Garbet, cerca de Aulús (Occitania), una mañana del 20 de agosto de 1883. La Gendarmería francesa detiene a un excursionista cerca de la cascada de Ars, acusándolo de ser un republicano francés disfrazado de mosén: lo retienen, lo acusan de ir hacia España con el fin de instaurar la revolución y, cuando le piden algún documento para acreditarle la identidad, el hombre, en vez de mostrarles un pasaporte, les entrega la edición de un poema en catalán del cual asegura ser el autor. Ante la sorpresa de los agentes, el excursionista argumenta al sargento de la policía que su nombre es Jacint Verdaguer, que aquel folletín titulado Oda a Barcelona ha sido editado por el Ayuntamiento de Barcelona y que el rostro de la foto en la contracubierta es el suyo. Y añade que, tal como demuestra la sotana que viste, no es ningún republicano francés, sino un cura que hace de poeta. O un poeta que hace de cura y que recorre los caminos del Pirineo buscando la inspiración necesaria para poetizar una nación.

¿Si Verdaguer fue capaz de argumentar su identidad a partir de un poema, es posible desglosar la identidad de los Pirineos a partir de sus caminos? Al fin y al cabo, la de Mossèn Cinto es la historia de uno de los primeros excursionistas de la historia del Pirineo, ya que el insigne poeta fue uno de los primeros principatinos en hacer lo que hoy todo el mundo encuentra normalísimo: equiparse con calzado y ropa de montaña, cargar una mochila y enfilar los millares de caminos pirenaicos por el puro placer de coronar una cima, hacer una ruta o sencillamente llegar a aquellos parajes donde ningún otro vehículo que no sean dos piernas puede llegar. Los caminos del Pirineo, sin embargo, hace siglos que son mucho más que simples trazados que forman rutas excursionistas: son, principalmente, las arterias de la identidad pirenaica.

Paisaje de alta montaña, en la Val d'Aran (Pixabay)

Peregrinos, bandoleros y rebaños

La Diputación de Lleida ha presentado este año el proyecto Caminos tradicionales de los Pirineos, una iniciativa financiada gracias al proyecto de Fondos Europeos de Desarrollo Regional de la Unión Europea y que permitirá desbrozar, abrir paso, adecuar el firme o señalizar tramos de conexiones entre comarcas, uniendo en total casi 800 km de caminos. El proyecto, en definitiva, servirá para poner orden al pasado y para unir, ordenar y señalizar el centenar de kilómetros de caminos que desde hace milenios pueblan los valles y montañas del Pirineo. Trazados, en la mayoría de casos desconocidos y muy poco frecuentados, que desde siempre han sido testigo presencial de una buena parte de la historia de nuestro país.

Si los caminos del Pirineo son las arterias de su identidad, el hecho de que la cordillera signifique una frontera es el latido principal. Desde hace siglos, a partir del Tratado de los Pirineos, los caminos del Arán, el Pallars Sobirà y el Alt Urgell se han convertido también en un territorio propicio para bandoleros, contrabandistas y, más recientemente, pasadores, es decir, personas encargadas de conducir a otras personas en la otra banda|lado de la frontera, haciendo cierta la dicha que "el Pirineo sólo lo conoce bien Dios" y, también, aquella otra máxima que escribió Alexandre Dumas: "la inmortalidad empieza en una frontera". Quizás por eso los caminos fronterizos que desde hace una pila de años sólo pastores y traficantes conocen como la palma de su mano siguen siendo, hoy, un territorio misterioso y atractivo de una fuerza telúrica intensa, inmortal al paso del tiempo.

Paisaje de alta montaña en el Pallars Sobirà. (Pixabay)

La inmortalidad, sin embargo, no está reñida con el secretismo. Aquel verso célebre de Lluís Llach en el cual se afirma que "mi país es tan pequeño que desde encima de un campanario se puede ver el campanario vecino" es una descripción absolutamente verosímil si se visita cualquier valle pirenaico, repleto de ermitas e iglesias románicas escondidas entre umbrías y que albergan, en su interior, pinturas murales románicas y retablos sorprendentes. Desde hace más de mil años, el peregrinaje del Camino de Santiago ha permitido que las rutas a pie a través del Pirineo convirtieran esta zona de la actual provincia de Lleida en una tierra no sólo de paso, sino también de acogida, además de convertirse en un punto de intercambio, socorro y acogida de fieles.

Aferrándose a este espíritu, siglos después el reto de clavar señales al margen de aquellos caminos para conectarlos entre sí y convertirlos en el motor de un turismo ecológico, sostenible y de proximidad tiene la misma finalidad que la construcción de aquellas ermitas con campanarios de pizarra: convertirse en una guía y un punto de referencia, casi como un faro. O sea, preservar la autenticidad y la identidad de los caminos tradicionales del Pirineo pero evitando que su abandono provoque la agonía de lo que es inmortal. Reconvertir los caminos, en definitiva, no sólo en lugar de peregrinaje, sino de paso, de ocio y de disfrute para todos aquellos que en la montaña no sólo buscan a Dios o a la inspiración para escribir Canigó, como Verdaguer, sino sencillamente el gozo de vivir y descubrir un territorio fascinante como el de los Pirineos.