Como tantas otras delicias, se la debemos a Colón (que descubrió América) y a los Reyes Católicos (que pagaron la broma), pero esta primavera la tenemos en Mercadona y, a diferencia de las primeras que se vieron por aquí y llegaban desde Perú y Ecuador, vienen de Granada, Almería y Almuñécar. Se llaman chirimoyas y están en su punto.
En realidad, un agregado
Aparentemente, la chirimoya es una fruta, pero según los botánicos no es tal cosa: es, en sentido estricto, un fruto compuesto que se nos presenta en un solo receptáculo (lo que llamamos piel). La chirimoya que llega a nuestros platos es el resultado de la fecundación separada (por parte de escarabajos o por manos humanas) de pequeñas flores. Su tamaño es parecido al de un pomelo y la piel es verde y con escamas, casi propia de un reptil. Con todo, de reptil nada, porque la chirimoya es una fruta de textura carnosa, blanda y dulce que sabe a algo tal que piña, mango y fresa juntas. En Mercadona puedes encontrarlas durante toda la primavera a entre 2,5 y 3 euros el kilo.
Nada de frío
Las chirimoyas soportan mal el frío y aunque crecen de manera silvestre cerca de Los Andes, en España se cultivan en la Costa Tropical andaluza y en la zona de El Ejido. Los primeros españoles que las vieron las bautizaron como manjar blanco, pero tienen poco que ver con ese delicioso postre que se prepara en Reus. Son ricas en proteínas y fibra, aportan hidratos de carbono y potasio y, además, le encantaban a mi abuela Ángeles, así que, habrá que ir a Mercadona a por ellas y, por supuesto, comérnoslas a su salud y a la tuya, porque protegen contra la osteoporosis y, como todas las cosas ricas que te recuerdan a personas queridas, tienen efecto antidepresivo y tranquilizante.