Día 1.º - 15 de enero

¿Es posible ver una película en un cine que ya no es un cine? Esta mañana, mientras me disponía a iniciar mi cuarentena cultural basada a escribir en verso a Tinder, he ido a uno de los supermercados que me quedan a medio camino del trabajo y me he chocado con una sorpresa inesperada: justo ante la zona de carnicería, colocadas en el córner donde dos cocineros asiáticos preparan sushi, hay tres butacas del antiguo Cine Urgell con un letrero encima que dice "descansa". El impacto ha sido tan mayúsculo e inesperado que, sin dudarlo, he decidido abandonar el reto de ligar con gente que no conozco a la manera de Lope de Vega y encarar un propósito mucho más especial: resucitar, ni que sea durante unos minutos a lo largo de trece días y medio, el espíritu de un cine que sólo existe a la memoria.

Día 2.º

He saludado al guarda jurado de la entrada del Bonpreu por segundo día consecutivo con ganas de hacerle saber que nos veremos las caras cada día durante dos semanas. Mientras que ayer la situación me pilló en silencio, sin banda sonora, hoy el azar ha querido que en aquel momento se cruzara en el reproductor automático de mi playlist particular Cultura y compromiso, un temazo ya viejo de Los Chikos del Maíz. "Derribaron el viejo cine/ y hoy se un Starbucks", dice la canción, y lo más doloroso de todo es que no sólo podría haber encajado como una elegía por el Cine Urgell -aunque no se ha convertido en una cafetería-, sino también por el Cine Alexandra, que ahora es una macrostore donde comprar tejanos y camisetas, o el Lauren Horta y el Niza de la Sagrada Família, convertidos también en supermercados donde comprar tomates. Ni verdes ni fritos, eso sí.

Día 4.º

Ayer era domingo y no pude ir al Urgell, pero cumplí con la cuarentena trayéndolo yo en casa. Dicen que las salas de cine están cada vez más vacías porque la gente cada vez tiene televisores de más pulgadas, altavoces Dolby Surround y plataformas digitales llenas de películas a su alcance, para no hablar de microondas donde con cinco minutos puedes hacerte unas palomitas. Equiparar una sala de 1.832 butacas con el comedor de casa es como comparar a Santiago Segura con Lars von Trier, sin embargo, tal como comprobé ayer cuándo volví a tragarme En busca del arca perdida, la última película que vi en el Urgell, el año 2010, antes de su cierre el año 2013: el adorable Dr.Henry Jones Jr. me tuvo dos horas clavado en el sofá mientras me hacía vibrar en su misión de encontrar el Arca de la Alianza antes que los nazis, pero nada fue igual que entonces, cuando sentado en aquellas butacas rojas de la sala más grande de Barcelona comprendí que si "el Arca es una radio para hablar con Dios", como le dicen a Indiana Jones durante el film, las salas de cine son el espacio para explorar sensorialmente las vidas que no vivimos.

Aspecto actual de la entrada del supermercado donde estaba el Cine Urgell. (@quadern_tactil)

Día 5.º

Desde la sección de los congelados, justo cuando dudaba entre las croquetas de jamón o las de pollo, me ha parecido ver a Steve McQueen camuflado tras unas Persol 714 y fumando sinuosamente mientras cogía tanda a la carnicería. Cautivado y emocionado, me he acercado y he visto que no, que estaba mal fijado. Ha resultado ser un hombre elegantísimo recién operado de cataratas que masticaba un palo de regaliz mientras hacía cola para comprar dos bistecs.

Día 6.º

Venir cada día aquí es como asistir a una película basada en el gran teatro cotidiano que es la vida. Mientras disfrutaba del film de hoy he pensado que Dziga Vértov estaría enamorado de este supermercado. Si estuviera vivo quizás vendría al antiguo Urgell con un propósito parecido al mío: gravar lo que pasa, capturar momentos sin hacer uso de guion, prescindir de decorados o actores y, sobre todo, captar la objetividad integral de un espacio. La teoría del Cine-Ojo creada por Vértov no fue sólo el embrión del Cine vérité impulsado por Jean Rouch o cineastas de la Nouvelle vague como Jean-Luc Godard durante los años sesenta, sino que también sirvió de pretexto para artistas experimentales de otras disciplinas, como la literatura: el año 1975 el escritor George Perec publicaba Tentative de épuisement de un lieu parisien, un libro basado en la observación cien por cien objetiva durante tres días en la Place Saint-Suplice de París, y tres décadas más tarde Enrique Vila-Matas hacía su réplica barcelonesa a Tentativa de agotar la Plaça Rovira. Motivado por los referentes, he agotado los últimos minutos dentro del supermercado preguntándome si eso que hace exactamente una semana que hago es herencia indirecta de lo que inventó hace un siglo Vértov, pero cambiando una cámara por el cuaderno táctil que es el "bloc de notas" de mi móvil. Cuando he cogido la moto para volver a casa he decidido que, desde hoy, este reto se titula Temptativa d'esgotar un supermercat de pel·lícula, aunque en el diario sólo publicaré las notas.

Día 7.º

He entrado en el supermercado diciéndole "Buongiorno, principessa!" al guarda de seguridad, pero lógicamente no me ha cazado las intenciones y me ha mirado raro.

Día 8.º

He pedido al chico de la charcutería que me cortara 200 gramos de queso Stilton y en aquel momento he caído que, según mis cálculos, la pieza de queso se encontraba exactamente en el mismo punto donde hace cincuenta años Sammy Davis Jr. cantó delante de más de mil personas. Que la pescadería, carnicería y charcutería del supermercado ocupe el antiguo escenario del Urgell es una cosa fácil de ver, pero después de haber buscado en la hemeroteca crónicas e imágenes de aquel concierto, he explicado al charcutero que Davis Jr. había actuado una noche de 1967 allí, posiblemente colocando los pies justo donde él mismo los tenía ahora mientras me cortaba queso. Por eso, cuando me he ido a casa, me he puesto a escuchar alguna cosa del músico americano, miembro de la famosa Rat Pack que junto con Frank Sinatra, Dead Martin o Peter Lawford revolucionó las noches musicales de Las Vegas. The rythm of life, se titulaba la canción, pero a pesar de su ritmo alegre o el hecho de descubrirla con la felicidad de un buen queso a las manos, escucharla dentro del antiguo Urgell la ha teñido inevitablemente de réquiem.

Día 9.º

"No me acuerdo de olvidar", le he dicho a la chica del córner sushi parafraseando al protagonista de Memento. "No me acuerdo de olvidar que había una vez el cine más grande de Barcelona, con una fachada con letras inmensas e iluminadas que convertían este trozo de calle entre Floridablanca y Sepúlveda en un pequeño Broadway", he seguido. "No me acuerdo de olvidar que había una vez una ciudad llena de cines de una sola sala, con pantallas infinitas, un patio de butacas oceánico y nombres que sólo al pronunciarlos se transforman en una pequeña caricia al alma: Regio Palace, Savoy, Montecarlo y tantos otros.", he seguido explicando. Extrañada, la chica me ha mirado sin entender nada y me ha confesado que ya no recordaba si le había pedido makis o sashimi. En efecto, Cristopher Nolan se había apoderado de los dos.

Día 11.º

Por fin, después de tantos días, he podido hablar con los responsables del supermercado. Me han explicado que, después de comprar los terrenos del Urgel Cinema, una de las prioridades de Grup Bon Preu era conservar la memoria del antiguo cine, así como mejorar el entorno. Por eso se rehabilitó el patio interior de la isla de casas, y por eso decidieron mantener tres butacas en la entrada del supermercado, y tres más dentro. "Es una política de la empresa homenajear la memoria de los espacios donde ahora tenemos tiendas, por eso en otros Bonpreu o Esclat del país hemos mantenido también máquinas o elementos industriales en establecimientos que antes eran fábricas textiles", me han dicho. Agradecido por la conversación, me he acercado pensativo a los únicos elementos del Urgell que todavía existen y he repasado con los dedos la tela color carmesí de una butaca de la fila 25. La butaca de una sala inexistente, por eso seguramente he notado en la punta de dichos el abismo de asimilar que aquello era poca cosa más que un fósil. Venerado y respetado, eso sí. Poca cosa más que un recuerdo, quizás. O bien una reliquia sin vitrina. En definitiva, la metonimia de un mundo perdido: primero fueron las masías convirtiéndose en hoteles con encanto, después las iglesias en centros cívicos, más tarde las fábricas en oficinas de estética minimalista y ahora, finalmente, los cines en tiendas de gran superficie.

Una butaca del antiguo Cine Urgell en la actualidad. (@quadern_tactil)

Día 12.º

Ayer, antes de dormir, tuve que tomarme las pastillas contra la nostalgia. Esta mañana, justo cuando ya había decidido no caer de nuevo en el catastrofismo, ha sido poner los pies en el Urgell y leer en Twitter que los Yelmo cierran momentáneamente por culpa del coronavirus. No es ninguna novedad que las restricciones ocasionadas por la pandemia de Covid-19 están destrozando varios sectores del mundo cultural, por eso la noticia de los Yelmo se entiende mejor si recordamos que hace escasos cuatro meses dos otros cines míticos, el Texas y el Meliès, anunciaban lo mismo, en este caso como cierre definitivo. Paradójicamente, un cine como el Meliès, capaz de superar la sacudida de un incendio el año 2012, ha tenido que poner punto y final a su historia por culpa de un virus. Sí, el coronavirus está golpeando de forma durísima la mayoría de salas de cine del país, pero antes de la Covid-19 otro virus letal ya se había ensañado con el mundo del cine en pantalla grande: la piratería, primero, y las plataformas audiovisuales de pago, después. El anuncio del cierre el pasado mes de febrero del Palau Balañá, la mayor sala de Barcelona después de la extinción del Cine Urgell, puso énfasis a la triste realidad de decenas de salas que por todo el territorio han visto cómo, en la última década, recibían cada vez a menos espectadores mientras que los ordenadores de la población consumían cada vez más batería visualizando películas, fueran descargadas ilegalmente o pagadas mediante una suscripción. Los optimistas dicen que lo que ha cambiado no es el amor o la atracción por el cine, sino la forma de consumirlo. "Quizás sí", seguimos asintiendo con resignación los pesimistas mientras, íntimamente, entendemos la existencia de cada cineclub por todo Catalunya como una bastión de resistencia que celebramos enérgicamente.

Día 13.º

He cogido tanda para comprar unas hamburguesas de ternera y la señora de delante, que debía rozar los setenta años, al verme tomando notas en el móvil me ha dicho que los jóvenes estamos enganchados a las pantallas. "Es que hacer cola me aburre", le he dicho, y entonces me ha explicado que antes la gente sabía soportar mejor las colas que ahora. "Ahora lo tenemos todo tanto al alcance que nos asquea el hecho de perder dos minutos haciendo cola para alguna cosa". He pensado que el coronavirus ha resucitado el arte de hacer cola, pero ha sido ella misma, vecina del barrio, quien me ha explicado que años atrás había visto colas que daban la vuelta entera a la manzana del Cine Urgell. "Mil personas no podían entrar de golpe, piensa que había casi diez acomodadores por cada sesión"!. Me ha fascinado, seguramente por la edad que tengo, el hecho de que hasta no hace tantos años la gente soportara diez o veinte minutos de cola para entrar en una sala a ver Psicosis, Apocalypse Now o Pulp Fiction con la emoción de quienes cumple la espera durante media hora para subir al Dragon Khan. "Ahora cuando se nos cuelga la conexión del Wi-Fi somos incapaces de soportar los dos minutos que tarda el módem a volver a funcionar", le he dicho. "Mi hijo ya me lo dice, que soy demasiado analógica, pero es que soy más feliz así," me ha dicho. Y después, cuando nos hemos despedido, he deseado que allí estuviera el Albert Serra capturándolo aun diciendo "Cortamos, es buena".

Día 14.º - Fin de la aventura

¿Qué soñaba la gente antes de que existiera el cine? Dicen que en el mundo todavía hay personas que sueñan en blanco y negro, ya que durante décadas su imaginación visual se formó viendo películas sin color. Hoy, último día de la cuarentena, he decidido que me marcharé del supermercado despidiéndome del guarda jurado diciéndole "Adiós, hasta el infinito y más allá", ya que mi padre me ha explicado que fue en el Cine Urgell donde fuimos a ver Toy Story, el año 1996, cuándo yo tenía siete años. Uno de los motivos por los cuales este reto de trece días y medio ha sido especial, sin embargo, es porque también fue en aquel cine donde sentí el primer gran deseo inalcanzable de mi vida: viajar hasta al fin del mundo con Monica Bellucci. Era el año 2001, yo era un adolescente que no sabía ni hacer ecuaciones y venir a ver Malèna me cambió para siempre la existencia, ya que los amores utópicos, por el simple hecho de no realizarse nunca, son eternamente inmortales. Veinte años después, sabiendo que quizás mi italianidad o mi fascinación por la 2.ª Guerra Mundial derivan de aquel film de Giuseppe Tornatore, no sé si el cine transforma los sueños de la gente, pero sé que sí que nos permite soñar despiertos, por eso las salas de cine son espacios que tendrían que oler a líquido amniótico: entrar es estar vivo, pero la oscuridad, la comodidad y el sonido nos permiten experimentar una 'petite mort' entendida a la manera moderna, con aquella pérdida de conciencia a medio camino entre el orgasmo, la emoción y el sueño que sólo un arte total como el cine consigue provocar. Por eso a veces, cuando al acabar una gran película salen los créditos y se encienden las luces, que la sala quede en silencio y nadie se levante de la silla es sinónimo que la experiencia ha provocado una catarsis tan grande en los espectadores que ya nadie saldrá de la sala siendo exactamente la misma persona que dos horas había entrado en ella. O sea, que de alguna manera u otra, una sala de cine es aquel lugar donde es posible volver a nacer.