El president Carles Puigdemont, el vicepresident Oriol Junqueras y el conseller de Exteriors Raül Romeva celebran una conferencia en Madrid este lunes para explicar el procés y hacer una última oferta de pacto al Estado. Será en una sala del Ayuntamiento de la Villa y Corte. El president explicará el proyecto político -y social- que impulsa la mayoría del Parlament de Catalunya de conformidad con el mandato de la mayoría de la sociedad catalana. Cuando menos, tal como lo expresó el pueblo de Catalunya en las elecciones -claramente plebiscitarias- del 27 de septiembre de 2015, y a falta de un referéndum que, valga la expresión, refrende aquella voluntad manifestada libre y democráticamente. El referéndum que, sistemáticamente, niega el Gobierno español y la mayoría parlamentaria del Congreso de los Diputados. Un contexto y una dinámica que dibuja dos realidades claramente opuestas. Una cita histórica que contrasta con aquella otra España que quisieron explicar -y que quisieron construir- los catalanes hace 311 años. Y que no pudo ser.
La España castellana. La borbónica
Año 1706. La Guerra de Sucesión hispánica había estallado con todos sus elementos y componentes. Por una parte el partido borbónico, el eje París-Madrid, articulado por una curiosa e inexplicable alianza entre sus respectivas oligarquías aristocráticas. Curiosa, porque sus respectivos monarcas habían sido los gallos de pelea de la Europa barroca. Enfrentados, durante dos siglos, en cien guerras y en mil batallas que habían devastado medio continente. Desde Catalunya hasta Renania y desde Venecia hasta Flandes. E inexplicable porque sus núcleos de poder no tenían ni una tradición histórica ni unos intereses políticos comunes. Lerma y Olivares no tenían nada en común con Richelieu y Mazzarino. La alianza francocastellana fundamentada sobre el polémico -por ser probablemente falso- testamento que sentó al primer Borbón en el trono de Madrid el año 1700, solo se explica como una oscura maniobra cortesana que obedecía a inconfesables intereses familiares.
La España catalanovalenciana. La austriacista
Por la otra parte, el partido austriacista, también una curiosa e inexplicable alianza internacional fundamentada en la oposición al eje borbónico París-Madrid. Curiosa, porque las oligarquías de los países de la Corona de Aragón -lideradas por las clases dirigentes de Barcelona y de Valencia- se lanzaron en brazos de un austriaco -el candidato Habsburgo, Carlos, el rival del Borbón Felipe- que no tenía ningún tipo de cultura política mercantil. Sorprende que las elites mercantiles de Barcelona, como representantes políticos del Principat, firmaran en Génova en 1705 un pacto con categoría de tratado con una potencia atlántica y protestante -el gobierno inglés de la reina Ana Stuart- y, a la vez, le abrieran las puertas de la ciudad y del país a un vienés tradicionalista, paradigma de una potencia continental y católica. Tan inexplicable como que a ese bando se sumaron, además de Austria e Inglaterra, Portugal y los Países Bajos. Los enemigos de mis enemigos son mis amigos, aplicado a la alta política internacional.
Dos ideas de España
En aquella guerra había muchas cosas en juego. El Tratado de Utrecht, firmado el año 1713, que pretendía liquidar el conflicto, puso de relieve que cada contendiente había jugado -y jugaba- con una baraja de cartas propia. Y que los pretendidos bloques ni eran compactos ni eran homogéneos. En el núcleo del conflicto -las Españas- básicamente se dirimía un modelo de Estado. Castilla decadente, convertida en una potencia decrépita, ambicionaba recuperar posiciones aplicando un modelo político unitario. La adaptación de la cita medieval "ancha es Castilla" a la razón de Estado moderna. Los Borbones, que habían hecho tabla rasa -a sangre y fuego- con la diversidad francesa, se convirtieron en la esperanza blanca en la corte de los jubones negros. En cambio, los países de la Corona de Aragón ambicionaban perpetuar el sistema confederal de factura propia -múltiples coronas sobre una misma cabeza-, que habían exportado con el matrimonio de los Reyes Católicos: un Habsburgo vienés como solución de continuidad.
La conquista de Madrid
El año 1706 los borbónicos perdían la guerra. El Habsburgo vienés había desembarcado en Lisboa -con el permiso del rey Pedro de Braganza- con un ejército de holandeses, de ingleses y de catalanes. En pocas semanas estaban a las puertas de Madrid, donde entraron a finales de junio. Y el Borbón, que estaba en Sants bombardeando Barcelona, se asustó y huyó piernas para qué os quiero al abrigo del abuelo, Luis XIV, el rey Sol. Una deserción que el viejo Borbón de París nunca le iba a perdonar. La larga nómina de directores franceses que le impuso hasta bien acabada la guerra tiene una estrecha relación con la gastroenteritis repentina del joven Borbón de Madrid en su primera campaña catalana. Y en la absoluta desconfianza del de Versalles hacia las clases militares castellanas. Y mientras eso pasaba, la corte y el ejército borbónicos huían de Madrid y el marqués das Minas, jefe militar austriacista, la conquistaba sin oposición. La venganza incruenta portuguesa a la ocupación castellana de Lisboa un siglo y cuarto antes, a manos del sanguinario duque de Alba.
Los catalanes que conquistaron Madrid
Una parte importante y numerosa del ejército aliado lo formaban los miquelets, un cuerpo de fusileros voluntarios catalanes armado por la Generalitat, que das Minas desplegó por toda la Villa y Corte como una especie de policía municipal. Una decisión temeraria que pronto se demostró errónea. El pueblo de Madrid, atizado por las oligarquías cortesanas, se rebeló contra los catalanes considerados ocupantes y extranjeros. Un dato para la reflexión para los que defienden que los Reyes Católicos habían fundado la patria común dos siglos y medio antes. La terrible propaganda de Estado anticatalana desatada durante los largos y corruptos gobiernos de Lerma y Olivares -coincidiendo con la crisis independentista de los Segadors- había cuajado en el imaginario popular castellano: "En tanto en Cataluña quedase un solo catalán y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y guerra" es una de las muchas perlas que publicó Quevedo, por mencionar uno de los muchos ejemplos.
La rebelión de Madrid
Carlos III fue proclamado rey el 26 de junio, pero un mes después tuvo que abandonar Madrid. Cuatro años largos después, el 28 de septiembre de 1710, tras la victoria aliada en la batalla de Zaragoza, volvió a Madrid, también solo por un mes.
Las calles de Madrid se convirtieron en un anticipo del muy posterior Dos de Mayo napoleónico. Sin los fusilamientos, pero con escenas propias de una kale borroka barroca. Y cuando finalmente das Minas ordenó evacuar la plaza -seis semanas después- y la corte retornó a sus palacios -curada de la epidemia borbónica de gastroenteritis-, se desató una cacería espantosa de comerciantes catalanes, valencianos y aragoneses establecidos en Madrid, que se saldó con docenas de muertos. Una explosión de ira perversamente dirigida y dificil de justificar, porque los miquelets que conquistaron Madrid no lo hicieron en nombre de Catalunya. Ni siquiera de la Corona de Aragón. Lo hicieron para allanar el camino al trono -el de las Españas- del candidato Habsburgo, Carlos de Austria, la idea confederal de España. Pactista, foral y transversal. Para los ojos -y el bolsillo- de las oligarquías castellanas, detestablemente catalana y odiosamente mercantil. Extraña y extranjera.
(Foto principal: Carlos III de Catalunya-Aragó. FUENTE: Wikipedia.Commons)