1714 es un punto de inflexión en la historia de Catalunya. El más importante –y decisivo– de nuestra historia moderna y contemporánea. Un punto que señala un antes y un después. El punto de partida de un largo periodo de resistencia social, cultural y política. Trescientos años. También de mitos. Los hechos de 1714 forman parte de una historia que se ha querido presentar como una guerra de familias. Borbones contra Habsburgos. La realidad fue bien diferente. El conflicto dinástico sólo fue la excusa. Europa estaba sometida a grandes tensiones para dirimir el liderazgo continental. Y mundial. Y enfrentada en dos grandes bloques. Franceses y españoles contra británicos, holandeses, portugueses y austríacos. La evolución de la guerra –iniciada en 1705– y de los tratados internacionales que quieren ponerle fin –1713, 1714– marcan decisivamente el final de Catalunya en el conflicto. Donec Perficiam (hasta triunfar) –la divisa de la bandera de Santa Eulàlia– pone de relieve la voluntad de los catalanes para tener una voz propia en el contexto internacional.
¿Por qué los catalanes se rebelaron contra el Borbón?
Los historiadores españoles siempre han puesto mucho énfasis en el carácter conciliador del Borbón. Lo presentan como una figura benévola y magnánima que, lo primero que hizo cuando puso los pies en la península –en el año 1701– fue jurar las Constituciones de Catalunya. Este hecho es cierto. Pero también es cierto que la negociación con las Cortes Catalanas fue un fracaso. Catalunya –que era un Estado dentro del edificio imperial hispánico– había sufrido un recorte espantoso del autogobierno. Cincuenta años antes. El precio de la derrota en la revolución independentista de los Segadors. Y el Borbón se negó en redondo a restituir la plenitud de las Instituciones. Se negó a enterrar los recortes. En esta decisión tuvo mucho a decir el gran Borbón –Luis XIV de Francia, el abuelo– que le tutelaba la política, la economía, la guerra, y –incluso– la vida privada. La más íntima.
En cambio, los historiadores catalanes se han centrado mucho en la tradición –y en la vocación– centralista y autoritaria que precedía la fama de los Borbones. Y también es cierto. Desde que habían llegado al trono de París –cien años antes– Francia había pasado de ser un mosaico de estados a ser una monarquía centralizada y absolutista. De ninguna manera había sido un tránsito idílico, como lo difundía la propaganda de Estado. Habían reducido a sangre y fuego toda resistencia. Nobiliaria y popular. Ideológica y religiosa. Habían convertido Occitania –que había sido uno de los territorios más ricos y más poblados de Europa– en un país arruinado y devastado. El origen de la dicotomía norte-sur tan patente en la Francia actual. Habían centralizado las finanzas (la madre de todas las guerras). Y habían derramado por todos sus dominios un temible cuerpo de funcionarios –los intendants– que mantenían aterrada a toda la sociedad.
¿Patriotas? ¿Botiflers?
La realidad que explica la rebelión catalana es la suma de todos los argumentos historiográficos. En aquella Catalunya de 1701 los Borbones franceses eran la representación de los contravalores más repulsivos. Y la llegada de un Borbón al trono de Madrid fue interpretada como la amenaza más punzante al sistema político y económico de Catalunya. La chispa que hizo saltar la revuelta –el hecho que ponía de manifiesto las fundadas sospechas de los catalanes– fue el intento de expulsión de la familia Jager. Instada por el virrey Velasco. Jager, comerciante de origen holandés, que hacía 40 años que vivía en Barcelona y que ostentaba un cargo municipal, representaba a ojos de la administración borbónica todo aquello que explicaba la pujanza de la industria y del comercio catalán. Y las relaciones con sus principales mercados: Holanda, Inglaterra, y sus respectivas colonias americanas.
Pero no todo era blanco o todo era negro. Entre los catalanes también había borbónicos. Eran una minoría. Pero bien situada en lugares estratégicos de la administración imperial. La sociedad de la época los acusaba de ser "barrigas agradecidas" del rey español. Y de aquí surgió la palabra "botifler", que significa hinchado o abultado. Una definición que se aplicaba a personas y a ciudades. Cervera, Tortosa y Manlleu tuvieron que soportarlo durante décadas. Incluso más allá de la guerra. Pero las fuentes documentales nos revelan que en Cervera –como en Tortosa o en Manlleu– no había más botiflers que en Vic o en Barcelona. Pasó que al acabar la guerra las nuevas autoridades locales tuvieron la habilidad de engatusar al Borbón. Y le hicieron creer que la ciudad le había sido incondicionalmente fiel. Entonces las universidades catalanas fueron cerradas y sustituidas por la de Cervera. Un mal menor que evitó la fuga de los estudios superiores a Alcalá o a Salamanca.
De guerra europea a proclama independentista.
La guerra tomó un giro decisivo a partir de 1711. Hacía 6 años que la península era un campo de fuego. Las fuerzas de los combatientes –y de la población civil– estaban exhaustas. Y ni los unos ni los otros parecían capaces de acabar con el enemigo. En abril de aquel año murió el hermano mayor del Habsburgo. Y el archiduque no se lo pensó. Dejó a las tropas en el frente de guerra, a la mujer –la reina– en Barcelona, y salió corriendo hacia Viena para ser coronado. Este hecho cambiaba radicalmente el paisaje. Porque los británicos –entonces Inglaterra y Escocia ya hacían el camino juntas–, no podían aceptar de ninguna manera una reedición del imperio hispano-germánico que –200 años antes– había liderado Europa. Habían invertido muchos esfuerzos por convertirlo en el despojo que era. Y tampoco lo aceptaban holandeses y portugueses que, con anterioridad, habían formado parte del imperio hispánico y se habían independizado con guerras costosas y trágicas.
Las potencias combatientes firmaron dos tratados de paz. En 1713 los británicos se retiraban. A cambio, el Borbón español les entregaba Gibraltar y Menorca; y les hacía renunciar al tratado que tenían –unilateralmente– firmado con Catalunya. También se retiraron los holandeses y portugueses que obtuvieron importantes concesiones comerciales en la América hispánica. Y en 1714 se retiró Austria, que se llevó la región de Milán. En este decalaje el gran Borbón –el francés– tuvo mucho a decir. Y, sorprendentemente, también rascó: se llevó Nápoles y Sicilia. Y el gobierno catalán, consciente de la situación, efectuó una rotación. Se abandonó el proyecto confederal hispánico que había sido el nervio ideológico de la guerra. Y se tomó la decisión de resistir hasta el final. Los episodios más épicos del conflicto. La manifestación más evidente que Catalunya decidió, en aquellos días difíciles, tener una voz propia. Un nuevo Estado en Europa. Donec Perficiam. 1714.