Génova, 20 de junio de 1705. Domènec Perera y Antoni de Peguera, comisionados por las instituciones catalanas, y Mitford Crowe, representante de la reina Anna de Inglaterra, firmaban un tratado que convertía el Principado en parte integrante de la coalición internacional antiborbónica. El conflicto sucesorio hispánico, que había estallado en los campos de batalla continentales tres años antes, alcanzaba definitivamente el territorio peninsular. Perera, Peguera y Crowe, con la firma del Tratado de Génova, no tan solo dotaban Catalunya de un papel destacado en la escena política internacional, sino que también desplazaban el foco del conflicto al núcleo de los dominios de la monarquía hispánica. Catalunya sería el primer Estado del edificio político hispánico en declarar la guerra a los Borbones. Ahora bien, eso no oculta una realidad: en Catalunya también había borbónicos, una minoría llamada popularmente botiflers, que tendría un papel destacado en el curso final de la guerra y en la primera etapa de dominación borbónica.
La "inversión" catalana
Narcís Feliu de la Penya, una de las personalidades más destacadas de la política y de la economía catalanas de aquella época, dejó escrito que las constituciones catalanas que Felipe V, el primer Borbón hispánico, juró en 1702 "fueron las más favorables a que avia conseguido la Provincia". Felipe V, presionado por la contestación internacional que había provocado su entronización, firmó todo lo que las Cortes catalanas le exigieron; o mejor dicho, le adquirieron, que es un sinónimo de comprar y de invertir. Contra el pago de un donativo de un millón y medio de libras catalanas y la aprobación de un servicio de doce millones más, a liquidar en los siete años siguientes, el Borbón confirmó la independencia financiera, tributaria y judicial catalana. Igualmente, resquebrajó el monopolio castellano del comercio americano al conceder la categoría de puerto franco a Barcelona y autorizar la libre navegación de dos barcos al año hacia el nuevo continente.
La amenaza borbónica
Con el concurso de estos elementos no se explica la progresiva gravitación de la mayoría de la sociedad catalana hacia la causa austriacista. Sin embargo, sí se explica la formación de un partido botifler, satisfecho con la generosidad política borbónica; la de tipo económico ya era otra cosa. La alianza de las Dos Coronas era muchas cosas, pero no un acuerdo en condiciones de igualdad. Desde el preciso instante en que el Borbón puso las nalgas en el trono de Madrid, la economía hispánica se despachaba en Versalles; un detalle que las clases mercantiles barcelonesas no habían pasado por alto y que, a pesar de la "inversión" de 1702, consideraban una amenaza a la incipiente industria catalana. En cambio, cuando menos aparentemente, no tenía la más mínima importancia para el segmento social que no tenía intereses comerciales, sobre todo con Inglaterra y los Países Bajos, que eran los principales clientes de los textiles y los alcoholes catalanes, y los principales rivales de Francia por el dominio de las rutas comerciales en el Atlántico norte.
La articulación de los bandos
Pierre Vilar, el gran historiador occitano de la Catalunya del siglo XVIII, explica que Feliu de la Penya, en su Fénix de Cataluña, se mostraba muy satisfecho con el resultado de las Cortes de 1702. Sin embargo, destaca que el economista, acto seguido, añadía "pauta y modelo para quando llegase el que deseavan". Para Vilar, esta frase es altamente significativa, por dos motivos. El primero, porque revela que en 1702 (tres años antes del Tratado de Génova) el partido austriacista catalán ya estaba articulado y, en consecuencia, lo tenía que estar también el borbónico: los botiflers. Y el segundo, porque confirma que los dos bloques se habían formado, claramente, sobre unos cimientos económicos, políticos e ideológicos. Así pues, la cuestión económica está bastante clara; la cuestión política, también: se podría decir que el Borbón había sido impuesto por el régimen absolutista de Luis XIV, que había destruido el modelo de estado foral francés a sangre y fuego. Ahora bien, ¿y el cimiento ideológico? ¿Qué podía haber más allá de la ambición de convertir Catalunya en la Holanda del Mediterráneo?
Los botiflers visibles
En aquella Catalunya de 1702 subsistía un corpus social de condición nobiliaria y de tradición rentista. Eran las estirpes supervivientes de la escabechina de los conflictos remensas (final de la centuria de 1400), que se habían saldado con la práctica deserción de las grandes familias nobiliarias medievales. Propietarios agrarios absentistas, verdaderos usureros que rascando en las grietas legales seguían ejerciendo las viejas formas de poder en el ámbito rural. Enfrentadas a las clases mercantiles urbanas de extracción plebeya por el control del aparato institucional del país y tradicionalmente aliadas del poder central hispánico, tanto por una cuestión de afinidades políticas como de intereses económicos, muy pronto se convirtieron en la parte más visible del partido borbónico en Catalunya. Sin embargo, a pesar de esta evidencia, el estudio de la época nos muestra que aquel segmento social, como cualquier otro, no tenía una composición homogénea: en el brazo aristocrático convivían, si así se puede, botiflers y austriacistas.
Foralismo, mercantilismo y protestantismo
Núria Sales, profesora de la UPF e investigadora de este periodo, insiste en el peligro que representa imaginar bloques homogéneos. Economía, política e ideología no siempre van juntas. Y en este sentido, explica que aquel conflicto tenía cierto componente de guerra de religión. La monarquía francesa se había convertido en la primera potencia del catolicismo, mientras que Inglaterra y los Países Bajos, motores de la coalición internacional (más antiborbónica que austriacista, cabe decir), se habían convertido en las principales potencias del protestantismo. El foralismo catalán, entendido como un sistema de poder negociado y transversal, y el mercantilismo catalán, fundamentado en la alianza entre productores agrarios y comerciantes exportadores, encajaban más cómodamente en un escenario social y cultural protestante, es decir, con el sistema político, económico y cultural inglés y neerlandés que con el francés. La religión, o más bien un ideal pseudoreligioso, sería, en este caso, el eje oculto que uniría economía, política e ideología.
Los botiflers invisibles
Eso no significa en ningún caso que los catalanes austriacistas fueran filoprotestantes y los borbónicos fueran los "guardianes de la fe y de la tradición". Pero sí es cierto que, antes del estallido del conflicto y en su transcurso (1705-1714), existen evidentes miradas que delatan un potentísimo triángulo de complicidades formado por los ejes Barcelona, la Haia y Londres. Vilar afirma que la frase "Catalunya, la Holanda del Mediterráneo", mito o ambición, adquiriría una fuerza brutal antes y durante el conflicto. Sin olvidar, sin embargo, que también existe un cruce insistente de miradas con Viena, paradigma del catolicismo más radicalmente contrarreformista. Se trata pues de un paisaje que, en definitiva, delata que la diversidad no era patrimonio exclusivo del partido botifler. Un partidismo que iba incluso más allá de las cuestiones ideológicas, y que Sales explica que también tenía un componente sociológico. Las disputas de campanario, entre familias oligárquicas con un origen que se remontaba a varias generaciones, encontraron en el conflicto la espiral que las alimentó.