Barcelona, 2 de julio de 1855. Estalla la primera huelga general de la historia de Catalunya y de la historia peninsular. Reunidas bajo el lema "Associació o mort", más de 100.000 obreros de los principales centros industriales del país se declaraban en huelga. Barcelona, Gràcia, Sant Andreu, Sants, Reus, Vilanova, Manresa, Mataró y los valles del Llobregat, del Anoia y del Ter quedaban literalmente parados. La revolución industrial, que estaba cambiando la fisonomía del país a marchas forzadas, paradójicamente había ampliado las diferencias económicas y la grieta ideológica de la sociedad catalana de la época. Lejos del mito que asocia industrialización y progreso, la primera fase de la revolución industrial conduciría el país a un escenario convulso marcado por la explotación, la violencia y la represión. Aquella huelga pionera explica que los obreros se movilizaron para reivindicar la libre asociación, la reducción de la jornada de trabajo y el incremento de los salarios. Y nos explica, también, que el poder político y económico reaccionó con la militarización del país.
¿Cómo era la Catalunya de 1855?
El año 1855 el Principat tenía una población de 1.650.000 habitantes. Desde 1714 (en menos de un siglo y medio) Catalunya había multiplicado por cuatro su población. Y se habían alterado, definitivamente, los pesos demográficos del país: el interior —rural y agrario— había perdido el liderazgo demográfico histórico en beneficio de los ejes costeros y fluviales —urbanos e industriales—, que ya concentraban más del 50% de la población de Catalunya. Barcelona, con 235.000 habitantes, y Reus, con 30.000, lideraban aquel proceso de transformación. Pero era un país de miseria, en todos los sentidos de la expresión. El campesinado estaba colapsado por una formidable crisis de precios impuesta por la burguesía industrial. Y las clases trabajadoras estaban inmersas en un horrible escenario de explotación que tenía su máximo exponente en el trabajo infantil. Un paisaje que no impedía una fuerte corriente migratoria hacia los centros industriales, que popularizaría la frase "Barcelona se ha hecho grande con los segundones —los que no eran herederos— de Catalunya".
¿Cómo era la Barcelona de 1855?
Después de la capitulación de 1714, las autoridades borbónicas habían impuesto un radio de más o menos un kilómetro (el alcance de una bala de cañón) en torno al perímetro amurallado, donde se había prohibido cualquier tipo de actividad económica o constructiva. El año 1855 esta perversa prohibición todavía estaba vigente y, por consiguiente, las viviendas, las tiendas, los talleres, las fábricas, los conventos, los cuarteles militares y los palacios se apiñaban en el interior de las murallas. Hay que decir también que desde 1714 Barcelona había multiplicado por seis la población; eso explicaría las pésimas condiciones de habitabilidad de las clases populares, hacinadas en una perversa versión del piso patera contemporáneo, con música de zarzuela. Las enfermedades y los accidentes, provocados por las pésimas condiciones de trabajo y de habitabilidad, eran la primera causa de mortalidad en aquella Barcelona. La capital catalana era una auténtica alcantarilla a cielo abierto, masacrada por el analfabetismo, la desnutrición, el alcoholismo, la delincuencia y la prostitución.
¿Cómo se organizaban los obreros?
Las grandes fábricas de la época concentraban a centenares o miles de trabajadores, lo que facilitaba la organización de las clases trabajadoras, muy influidas por las revoluciones de 1830 y 1848, que habían inundado los países industrializados, y por las tesis socialistas de los grandes teóricos europeos del momento (Marx, Engels, Owen, Fourier y Saint-Simon). En 1855 la clase obrera catalana ya estaba organizada en asociaciones representativas (que articulaban las reivindicaciones), en ateneos (que alfabetizaban) y en mutuas (que cubrían las contingencias por enfermedad, paro e, incluso, por viudedad y orfandad). Este entramado, el precedente más remoto del estado del bienestar en Catalunya, estaba repartido desigualmente; mientras la Associació de Teixidors de Barcelona tenía una fuerza considerable, otros sectores, como los astilleros o la industria del alcohol, estaban menos representados. En cambio, en el mundo rural y campesino este entramado asociativo no había conseguido arraigar y los jornaleros agrarios tardarían décadas en organizarse.
Los precedentes de la huelga
La huelga de 1855 fue lo que en términos meteorológicos se llama "tormenta perfecta". El estado español estaba inmerso en una crisis social, política y económica —la enèsima desde que se constituyó— de proporciones descomunales. La monarquía estaba desprestigiada por los indecorosos asuntos domésticos de la reina Isabel II y por los oscuros negocios de la reina madre María Cristina. Y la clase gobernante, formada por una curiosa confluencia de oligarcas caciquiles y militares golpistas, todavía lo estaba más. Este paisaje explicaría el papel de las burguesías industriales, la vasca y la catalana, que hacían carrera a la sombra de aquel festival de despropósitos. El año anterior (1854) habían financiado y situado en el poder un gobierno "de sastrería" que tenía el objetivo de dictar barra libre para las selfactinas, las máquinas de hilar automáticas que en la imaginación de las clases trabajadoras eran la representación del infierno. El conflicto estaba servido y el 19 de julio de 1854 (un año antes de la huelga) una masa incontrolada incendió varias fábricas en Barcelona.
Las sociedades obreras
Naturalmente aquel exceso no quedó en un simple susto. Las autoridades gubernativas dictaron una batería de sentencias de prisión y de deportación a título de público escarmiento, lo que únicamente contribuyó a alimentar la escalada de tensión: los hiladores se solidarizaron con los tejedores y se declaró una huelga del textil que pararía el sector durante tres semanas. El 8 de agosto de 1854, el capitán general de Catalunya, Manuel de la Concha, y las sociedades obreras firmaban un acuerdo que consistía en desconvocar la huelga y trasladar la negociación al ámbito de los trabajadores y la patronal, a cambio de indultar a los obreros condenados. Aquel acuerdo adquiriría una carga simbólica de gran trascendencia: era la primera vez en la historia de Catalunya, y del estado español, que las autoridades gubernativas aceptaban el papel interlocutor de las sociedades obreras. En aquel hito la figura del dirigente obrero Josep Barceló i Cassadó (nacido en Mataró en 1824) adquirió una dimensión espectacular que el poder político y económico nunca supo interpretar.
La represión
En mayo de 1855, el Gobierno español daba un golpe de autoridad y levantaba la prohibición interina de las selfactinas. Los trabajadores lo interpretaron como una traición y consideraron rotas las negociaciones. El nuevo capitán general de Catalunya, Juan Zapatero Navas —un militar perseguido por una tenebrosa sombra de crímenes cometidos en las guerras carlistas—, respondió con la detención de los líderes obreros y la ilegalización de las asociaciones, ateneos y mutualidades de los trabajadores. Poco después, el 6 de junio, ordenó la ejecución de Josep Barceló. La muerte de Barceló y la deportación a Cuba de 70 líderes obreros condujo a un estado de revuelta que culminaría con la declaración de huelga del 2 de julio, secundada por todos los sectores de la industria. Zapatero, en plena inercia represiva, se entregaría a la violencia más absoluta: el 9 de julio ocupó militarmente los grandes centros industriales con una brutalidad aterradora y ordenó detenciones masivas. A pesar de todo, no evitó el paro del país y el inicio de un largo camino de luchas y de conquistas.