Imagina intentar poner en palabras, imágenes, texturas aquello que sientes, y cuando lo consigues, de la manera más brillante, personal y sincera, a la persona con la que te intentabas comunicar tarda diez años en responder. Un poco eso es lo que le pasó a Sofia Coppola con su segunda película, Lost in Translation. Aunque ella siempre ha hablado de esta producción como una carta de amor a la ciudad de Tokio, que la llevó a ser la tercera mujer nominada a mejor dirección en los Oscars y a llevarse el de mejor guion original, esta va mucho más allá.
Una correspondencia fílmica, una fotografía en movimiento de la soledad, una confirmación que los relatos femeninos también son universales, una delicada muestra de las relaciones platónicas o una pieza fundacional en la estética que Tik tok ahora describe como "messy in a Sofia Coppola kind of way". Así, entre otros, es como se ha consagrado en nuestra memoria como la mejor producción de Sofia Coppola hasta día de hoy. Sin embargo, coincidiendo con su vigésimo aniversario, y su reposición en los Mooby Bosque de Barcelona, hay que preguntarse si esta película, romantizada siempre en nuestra memoria, pasa la prueba del tiempo.
Coincidiendo con su vigésimo aniversario, hay que preguntarse si esta película, romantizada siempre en nuestra memoria, pasa la prueba del tiempo
La premisa en sí misma es sencilla. La historia, basada en las experiencias de la misma directora por la ciudad japonesa, nos relata el cruce en el hotel Park Hyatt Tokyo de dos americanos desconocidos que se ven aislados en una sociedad que no comprenden, desembocando en una breve relación platónica. Por una parte Bob Harris, interpretado por Bill Murray, es un actor con una crisis de la mediana edad descomunal, que se siente miserable dentro de su matrimonio de más de veinticinco años y que viaja a Japón por trabajo. Y por el otro, una joven graduada en filosofía. Charlotte, interpretada por Scarlett Johansson, acompaña en un viaje de trabajo a su marido, un joven y aclamado fotógrafo musical. Aquí ya se ve el gran paralelismo con la vida de la autora. De entrada, juntar a dos personajes con dos edades tan diferentes y propensas a crear una relación de poder podría desembocar en algo problemático. Pero la autora se encarga de construirlos de manera tal que este encuentro sea un oasis en el tedio, y desencanto, de sus vidas.
No es hasta que no hemos entendido que los dos prefieren estar en cualquiera otro lugar de donde están que no se encuentran. Pero antes de eso, inevitablemente, no te puedes parar de preguntar por qué ella no decide coger la puerta y dejar atrás a su marido insoportable. Así y todo, seguramente, de la misma manera que pasó en la vida real, el alter ego de Coppola lo deja al acabar la película. Para que nos entendamos, Charlotte podría ser una precursora de los personajes de Sally Rooney, si los personajes de Rooney se atrevieran a ser impulsivos en lugar de sobreanalizar diez mil veces cada acción.
Charlotte podría ser una precursora de los personajes de Sally Rooney, si los personajes de Rooney se atrevieran a ser impulsivos en lugar de sobreanalizar diez mil veces cada acción
Coppola coge el deseo y las necesidades de una chica joven y los explora sin miedo. Más allá del sexo, más allá de la pulsión carnal, busca a alguien con quién compartir aquello que siente, aquello que podría vivir, y lo encuentra en la ternura de un desconocido. Ella es quien decide conocer a la única persona que parece darse cuenta de su presencia en aquel viaje. Sus primeros encuentros son como abrir una ventana para respirar de nuevo. En la asfixia de la incomunicación, casi olvidas su diferencia de edad. No son invasivos, a pesar de ser directos, y el gesto sutil siempre gana a la palabra, a pesar de ser con quien mantienen las conversaciones más largas. Todo coronado con el hecho de compartir un sentido del humor lo bastante inteligente para crear su propio universo.
Pero más allá del relato, hay que destacar cómo la fotografía resulta una maravilla atemporal. La elección de no utilizar luces extras para iluminar los exteriores, y la gran mayoría de escenas, refuerza la textura natural de las localizaciones. Todo parece tan real como si lo vivieras en primera persona. De la piscina en el ático del hotel, al metro —donde rodaron sin permiso y una única cámara, como en las fiestas—, pasando por el karaoke, que ha servido de inspiración durante años, ya veas el videoclip de Candy de Rosalía, las calles de noche o Shibuya lloviendo. Fotogramas icónicos que son parte de la historia del cine, pero también de la personalidad de tantos jóvenes que se sintieron apelados con esta historia, peluca rosa incluida.
Cuando ellos transitan juntos estos espacios, llegas a creer que nada sería mejor que estar allí. Es igual que los movimientos de cámara a veces sean imperfectos, o que se desenfoquen los planos, como pasa cuando Charlotte se pasea por el arcade. Hay un aspecto rabiosamente joven en los dos personajes que traspasa la pantalla. Coppola trabaja una historia extremadamente personal para mostrar un sentimiento universal. Están vivos. Solo con una noche por Tokio vuelve la chispa de vida que parecían haber perdido. Es refrescante y estimulante. Eso se ve elevado gracias a la banda sonora. De manera acertada, tanto la música diegética como la extradiegética no buscaba ser de imperante actualidad, o ser el momento, sino responder a las necesidades de las escenas. Nunca Just Like Honey de The Jesus and Mary Chain encontró un mejor espacio para sonar que en 2002 en Tokio, funcionando todavía hoy. No pasa de moda, sino que se reafirma como una de las bandas sonoras más icónicas de este siglo.
Es precisamente no haber buscado retratar con exactitud un momento temporal concreto que hace que su humor tampoco resulte pasado de moda. Al no poner el peso en las palabras, o en modas de humor pasajeras, consigue que los gags cómicos se busquen en la interacción con un entorno que no entienden. Los choques culturales o las diferencias a la hora de relacionarse dan grandes momentos, como ver a Bill Murray intentando entender un reality show mientras el presentador ríe y aplaude sin entender nada, destacando en un ascensor donde todo el mundo es mucho más bajito para después no caber en la ducha. E incluso nos ayudan a entender cómo están de alejados de su realidad personal cuando Charlotte no puede ver más ridículos a los amigos de su pareja. El absurdo del momento y sus incomodidades se entienden y se ríen más allá de los años.
Hay que cerrar diciendo que, una de las mejores cosas que le pudieron pasar a esta película es que nadie, ni siquiera los mismos actores, hayan revelado qué se dicen al oído al final. No alargarse más allá de su pequeña burbuja, aunque ninguno de los dos la quisieran abandonar, hace que no acabe siendo un despropósito intergeneracional. Acaba cuando tiene que acabar, dándonos así una de las despedidas con los sentimientos menos resueltos del cine, pero más dulces de su historia. Sofia Coppola nos enseñó que no había que explicarlo todo, ni siquiera entenderlo, sino que había bastante con sentirlo, y la prueba de eso es la atemporal Lost In Translation.