"La calle de las Camelias és el primer libro que sale de la casa de Club Editor al cabo de tres meses de confinamiento. Tenías que ser tú quien guardaras los pasos, Cecília Ce." Con este colofón aparecía hace poco más de un mes la nueva edición de esta enorme novela de Mercè Rodoreda, la historia de una chica que se dedica a "hacer señores" y que en la búsqueda permanente de sus orígenes no abandonará nunca la prostitución. Un libro, en definitiva, que pocos consideran la mejor obra de la autora barcelonesa pero que, en cambio, tiene todos los ingredientes para ser considerada una de las mejores novelas catalanas del siglo XX. ¿Por qué? En La Tumbona de hoy intentamos explicarlo.
1. La obra maestra olvidada de una autora universal
El primer motivo para adentrarse en este monumento literario es intrínseco, ya que pronunciar el nombre de Rodoreda es siempre una razón de peso para leer cualquier libro de la que posiblemente sea la mejor escritora de la historia de la literatura catalana. Escrita cuatro años después de La plaza del Diamante y englobada dentro de la etapa de madurez de su obra, La calle de las Camelias es el colofón final del periodo productivo con el que Mercè Rodoreda dejará constancia del convulso y traumático contexto histórico de la primera mitad del s. XX en Catalunya que, para bien o para mal, sacudió la conciencia moral y social de la sociedad de la época. Entre la etapa de juventud de la primera Rodoreda enmarcada en obras como Aloma o la etapa final, empapada por un universo mítico, reflejada en Mi Cristina y otros cuentos o La muerte y la primavera, el díptico de obras como La plaza del Diamante o La calle de las Camelias ofrecen el testimonio literario de una narradora que reanuda la escritura tras veinte años de silencio, viviendo en el exilio y con la herida en carne viva de una Guerra Civil y una Guerra Mundial de por medio.
2. Cecília Ce y la búsqueda de sí misma
¿Quién es Cecília Ce, la misteriosa niña abandonada en un jardín y de la que no se conoce el apellido? Para comprender a la protagonista absoluta de la obra hace falta, primero de todo, tener claro que La calle de las Camelias muestra una realidad individual enmarcada dentro de una realidad histórica y social concreta: la posguerra. De la misma forma que passa en La plaza del Diamante con el personaje de Natàlia, la protagonista de La calle de las Camelias es una mujer con una biografía absolutamente verosímil a la realidad que lo rodea; desposeída de unos orígenes, dependiente de los otros y perdida en el laberinto de su propia existencia. Desarraigada y con una niñez de papel couché en casa de unos padres adoptivos, la protagonista de la novela es el vil reflejo de alguien abocado a la mala vida y en busca de su propia identidad perdida.
3. La cartografía de una Barcelona derrotada
La novela no entra nunca en las quinielas de los que se empeñan en gastar saliva preguntándose cuál es la gran novela de Barcelona, pero sin duda pocas obras como La calle de las Camelias describen de una forma tan precisa el estado emocional de una ciudad en un momento concreto de la historia. El desarraigo personal de Cecília Ce no es nada más que el correlato de un desarraigo general, es decir, de un tiempo y un país –el de la posguerra y el de una Barcelona subyugada al franquismo- lleno de vencidos. La novela retrata la infancia de Cecília enmarcada en los años previos a la Guerra con un aire vitalista y lleno de luz, y en cambio describe los años posteriores al conflicto -el grosor importante de la obra- con el gris y la tristeza de la posguerra. Esta Catalunya ocupada y esta Barcelona llena de muertos y vencidos, de desarraigados y desesperados, en el fondo, no es nada más que la proyección exterior del mundo interior de la protagonista y, consecuentemente, de la misma Rodoreda.
4. Un mosaico de símbolos conectados entre sí
Los símbolos son un elemento característico dentro de la narrativa rodorediana, y como ya pasaba en La plaza del Diamante y seguirá sucediendo a lo largo de toda su obra posterior, en La calle de las Camelias podemos captar los detalles menos plausibles del mundo interior de Cecília Ce, como el rechazo a la misma realidad (vómito), el deseo de refugiarse ante la soledad (espejo) o el recuerdo de la niña muerta que dio origen a su nombre (llama). Toda esta cosmología simbólica ligada entre sí genera un mosaico que nos permite configurar el sentido general del libro, empezando por el nombre de la protagonista y que tenía que ser el título de la obra: Cecília, que proviene del latín caecus, es decir, 'ciego', 'oscuro' o 'sombrío'. No hay mejor forma, pues, de describir a la protagonista, un personaje que camina desnortado y casi a tientas por la vida, precisamente tal como dice el verso de T.S. Eliot en el epígrafe del libro, "I have walked many years in this city", es decir, vagar sin rumbo por las calles de una gran ciudad. Finalmente el editor, Joan Sales, recomendó a Rodoreda titular el libro La calle de las Camelias, el nombre locativo y real de una calle del Guinardó pero que esconde toda la simbología de las camelias y las flores, en general aspecto primordial en el libro, sobre todo si tenemos en cuenta no sólo que Cecília Ce aparece abandonada en un jardín, sino que aquel día una extraña y preciosa flor estalla en medio de un cactus muerto, prodigio que se repetirá a partir de aquel momento cada año en la misma fecha.
5. Últimas tardes con Teresa y La calle de las Camelias: dos caras de una misma moneda
Curiosamente La calle de las Camelias y Últimas tardes con Teresa, la ya icónica obra de Juan Marsé, se publicaron el mismo año. Lo que no debe ser tanta casualidad es que se publicaran dos años más tarde que saliera a la luz Los otros catalanes, el imprescindible ensayo de Francesc Candel sobre la inmigración en Catalunya. En la novela, pues, Rodoreda saca polvo al objetivo para retratar de nuevo a los bajos fondos de la ciudad, barrios que en aquellos tiempos, a mediados de los sesenta, quizás sólo Blai Bonet en Judes i la primavera se había atrevido a mostrar en su máxima crudeza en catalán. Si Marsé sitúa a su célebre Pijoaparte en el Carmel, Rodoreda se acerca a la falda de Montjuïc y al chabolismo hasta abrir el gran angular de la Barcelona "deprimente y siniestra" que la autora descubre el año 1948, la primera vez que vuelve a la ciudad después de la Guerra Civil. "Com tots els d'aquelles barraques, fora de l'Eusebi i de mi, era xarnego", relata Cecília Ce en uno de los capítulos donde la presencia de la inmigración que malvive en aquella Barcelona decrépita se filtra dentro de la narración hasta el punto que las voces en castellano entran dentro del texto, como cuando la protagonista relata que "va passar el vell de les gallines i ens va dir muy buenos días y que aproveche".
6. Entre la crónica y la pesadilla
Escrita con un narrador en 1.ª persona que a su tiempo es el protagonista y ciñéndose a una idea del tiempo muy parecido a la de Marcel Proust, Rodoreda hace evidente a través de un largo discurso narrativitzado que el tiempo avanza inexorablemente y que el pasado lo arrasa todo. El uso de la 1.ª persona, como también pasa en La plaza del Diamante con Colometa, nos permite tener, como lectores, acceso directo a la subjetividad del personaje. Sin entrar en detalles para evitar spoilers, la crónica vital a la cual asistimos en 1.ª persona es el itinerario de alguien que decide huir de una casa para encontrar sus orígenes y después de una desoladora, cruda y dura deambulación por la nada, consigue la estabilidad vital en la figura amorosa de alguien que, con la máscara de un marido, se convertirá en el padre que nunca tuvo.
7. El vacío de la era posmoderna
Para acabar, podríamos atrevernos a decir que vale la pena tirarse de cabeza en La calle de las Camelias porque es el retrato de una mujer pasiva y muerta por dentro rodeada de un tiempo y de una sociedad inmóvil y vacía también por dentro, y más allá de la relación de este primer elemento con la caracterización de las protagonistas de Virginia Woolf -mujeres pasivas y aburridas-, Rodoreda, en cierta forma, se adelanta a su tiempo y en una Catalunya en plena dictadura y en la cola de Europa escribe una obra con elementos que años más tarde serían absolutamente propios de las grandes novelas posmodernas. En primer lugar, personajes vacíos que no tienen ni nombre, recurso que en Catalunya utilizaría por ejemplo Quim Monzó cuando bautiza a todos los personajes con nombres empezados con H, un fonema mudo en catalán, en Benzina, por ejemplo. Después, los escenarios como los que se describen a la obra, con descripciones de calles grandes e impersonales donde se hace evidente que en las ciudades es más difícil ser un sujeto que un objeto, una imagen propia de los cuadros de Hopper. Y para acabar, la certeza de que es imposible avanzar porque todo está sometido a un eterno retorno, una circularidad propia de la literatura de los sesenta en Estados Unidos y de los ochenta en la península Ibérica que Rodoreda ya pone de manifiesto aquí: por eso la vida pasiva que Cecília Ce acaba encontrando después de su descenso a los infiernos no es nada más que el retorno a unos orígenes que nunca tuvo.