“Quieta, piensa, si es que es un pensamiento, que no le importaría morirse”. Una sentencia desgarradora, sobretodo si quien lo piensa tan solo tiene 5 años. Así empieza La ternera (Anagrama) de Aurora Freijo Corbeira, un libro incómodo sobre el abuso de una niña por parte de un vecino de su escalera que describe como, pese a su corta edad —“con esos años no se tienen pechos, ni pelos”— la pequeña, de la que no sabemos el nombre, sobreentiende que los tocamientos son algo de lo que avergonzarse, y que es mejor callar y tragar y aguantar el tiempo que haga falta. Esta cultura de la violación respirable la reproduce la narradora omnisciente con letras rotas que fotografían algo imperdonable: “El ancla que es su pantalón bajado hasta las rodillas en esas tardes ya no se separará de sus pies durante años, quizás nunca”.
La OMS dice que el abuso infantil afecta a 1 de cada 5 niñas y a 1 de cada 13 niños. Según UNICEF, este drama daña a unos 200 millones de críos en todo el mundo. Si salimos del mero dato y entramos en la vida física, la lectura es que todos somos potenciales de conocer a un menor de edad que ha sido, o está siendo ahora mismo, víctima de abusos sexuales. La sociedad ha cerrado los ojos a esta insoportable realidad durante mucho tiempo y reflejo de ello es que la literatura tradicionalmente ha pasado de puntillas por un tema tan difícil de nombrar como de demostrar. Ha sido cuando la agenda pública ha puesto el dedo en la llaga —y cada vez salen más y más casos— que también ha surgido una nueva oleada de novelas que han sustituido el relato de la provocación para hablar directamente de pederastia, castigar al depredador y dejar de responsabilizar a las víctimas de relaciones que antiguamente eran romantizadas.
Si la Lolita de Vladimir Nabokov se veía como una promiscua, con las revisiones se confirma que es una niña violada y víctima de abusos y maltrato. Tenía 12 años cuando Humbert Humbert, de 40, se enamoraba de ella, pero el relato construyó a un personaje femenino hipersexualizado y provocativo para justificar una relación que evidentemente era un abuso. Una sociedad capaz de aceptar que una cría de esa edad tenga las herramientas físicas y emocionales para provocar el deseo sexual masculino de un adulto y encandilarlo es una sociedad enferma. Sin embargo, en el imaginario literario colectivo, la protagonista ha sido durante años una tipa con ganas de marcha y no se veía como algo desproporcionado. Hasta la RAE acepta lolita en su diccionario para definir a una “adolescente seductora y provocativa”.
Cuando la curiosidad sexual pica la puerta del descaro a una edad en la que todo parece precoz, el despertar del placer y de la carnalidad curiosa es una narración recurrente para retratar a jóvenes adolescentes excitados por apretar el acelerador de su existencia. La búsqueda de la propia sexualidad, el vaivén de la atracción pasional o el cosquilleo de lo erótico se mitifican en episodios narrativos volátiles cargados de ternura, delicadeza y salero, sacos de nostalgia que le recuerdan al lector sus mejores momentos de torpeza en la pubertad. En ese sentido, es muy esclarecedor el relato que hace Andrea Abreu (Tenerife, 1995) en Panza de burro (Editorial Barrett), cuando narra la vida, las inquietudes y las heridas de un par de amigas que se envidian, se idolatran y se masturban, criadas por las abuelas en una pequeña aldea canaria que es testigo del proceso interno de erupción juvenil.
Desde los tocamientos de un vecino de apariencia agradable en el baño de su casa hasta la necesidad primitiva de un chaval que repite las leyes patriarcales del sometimiento
A pesar de utilizar un lenguaje fresco y tierno, ni la inocencia ni la inexperiencia justifican ningún comportamiento reprobable, ni para la autora ni para el lector, dando por hecho que la conclusión final va a ser unánime. Sucede cuando en una de estas trastadas joviales, Isora y la narradora de Panza de burro, que nunca dice su nombre, van al bosque con dos chicos de su edad y acaban cada una con uno, en lo que se presupone como una más que posible pérdida de la virginidad. Sin embargo, la Abreu retrata con sobresaliente espontaneidad una agresión sexual adolescente y abre el melón del juicio de valores: quizás es involuntaria, alimentada más por el automatismo de una sociedad machista que por la maldad gratuita del joven agresor, pero sin el consentimiento necesario para ser considerada una simple relación sexual. “Me tengo que ir, que mi madre me va a pelear. Un fisquito más, bájate los pantalones, pa probar una cosa. Por fa, en serio, Ayoze, que mi madre se va a enfadar. Es un segundo namás, me respondió. Y me bajé los pantalones y él me agarró las bragas y me las puso a la altura de los muslos (…), y de repente sentí como una cosa blanda me entraba por el pepe y creí que se me había cortado la digestión”.
Este cambio de rumbo, en el que la opinión de la niña es objeto central de la narración y se complementa con hostilidad narrativa, se ha acelerado por las demandas feministas de la última década y por el revisionismo histórico a un pasado opaco que señala a diferentes núcleos y estructuras sociales como la familia, las escuelas o la mismísima Iglesia. Desde los tocamientos de un vecino de apariencia agradable en el baño de su casa hasta la necesidad primitiva de un chaval que repite las leyes patriarcales del sometimiento. La forma en cómo estas dos novelas reflejan el abuso de poder y la anulación de las niñas subrayan que los abusos infantiles (y adultos) no entienden de clases sociales, ni de bases científicas, ni de causas únicas, incluso ni de género (aunque normalmente las vejadas son ellas y los pederastas son hombres); que hasta en las mejores casas puede haber los peores resquicios. La verdad más absoluta, como pasa con estos personajes, es que las agresiones son ignoradas y silenciadas y que los abusadores se van de rositas: como en los casos reales. En la novela de Abreu el relato termina cuando el niño agresor se asusta por un ruido y se sube rápido los pantalones; en el caso de la niña de La ternera, no lo sabemos. El libro termina sin que haya una esperanza fiable de superación, con esa “desgraciada secuencia de los días” manchada de luz artificial.