Todo el mundo que sea de pueblo sabe que hay bares que vale más no frecuentar, personas con quienes es mejor no salir y, en definitiva, ambientes que conviene evitar. A diferencia de la ciudad, que lo homogeneíza y despersonaliza todo, el pueblo –especialmente el que queda aislado de la urbe– no puede esconder su crudeza. Poco importa si es por gusto o por obligación: cuando vives allí, tienes que asumir que te tocará coexistir con individuos indeseables. Juan Manuel López 'Juarma' lo sabe de primera mano.
Este febrero, la editorial catalana Blackie Books ha lanzado Al final siempre ganan los monstruos, la novela con que 'Juarma' (Deifontes, 1981) ha dado el salto al mundo literario. Si queríais contenido punki, aquí lo tenéis: el autor granadino –quien hasta ahora sólo había publicado cómics y fanzines underground– escribió el libro sin guion ni ideas previas en un club de lectura que él mismo creó en Facebook. Sobre la marcha y con el feedback de una sesentena de familiares, amigos y conocidos adictos a sus historias. En un mundo donde la disrupción impostada es aplaudida, la obra de Juarma es un auténtico chute de autenticidad. Y también una de las sorpresas editoriales del 2021.
Divertida, triste y despiadada
Lolo, Liendres, Jony, Dani, Juanillo. Tienen muchas cosas en común: han nacido y viven en Villa de la Fuente –el nombre ficticio de Deifontes–, son unos consumidores de cocaína excepcionales y, sobre todo, no tienen futuro. Al final siempre ganan los monstruos es la historia de cinco amigos que sobrepasan la treintena y que parecen predestinados a autodestruirse. Atrapados en un entorno miserable que ellos mismos han creado y del que no pueden escapar, los protagonistas, con sus diferencias, andan por un mismo camino de alcohol, decepciones paternales, amores frustrados y droga, el eje que, tal como pasa con los toxicómanos de la vida real, vertebra su existencia. Los detalles de la trama, familiar y próxima, turbulenta y despiadada, es mejor no revelarlos.
Lo primero que hay que decir sobre el libro de Juarma es que es altamente adictivo. Quizás por su estilo simple –los personajes te explican la historia en primera persona, como si estuvieras haciendo una birra con ellos–, o quizás porque habla de vidas perdidas que todos podemos reconocer; lo cierto es que Al final siempre ganan los monstruos se acaba convirtiendo en un espacio próximo en que, a pesar de la mezquindad que lo empapa todo, nos sentimos muy a gusto. Tanto, que cuando acaba la novela sientes que has perdido a unos amigos.
A este hecho hay que sumarle que la prosa de Juarma, herencia del cómic, es frenética. El granadino no tiene tiempo que perder y va al grano: capítulos breves, acción y texto vomitado; una dinámica que encaja a la perfección con la tendencia farlopera de los protagonistas. El amor por el humor gráfico y absurdo del autor también se hace notar en la trama, y es que todo es muy gracioso, violento y, a la vez, tristísimo. En la faja, Cristina Morales compara el libro con el Trainspotting de Irvine Welsh. Seguramente tiene razón.
Aunque el autor ha explicado que su objetivo principal no era hablar de drogas, la realidad es que lo mejor de la novela es, sin duda, el retrato que hace del mundo de la cocaína. Desde enfermedades derivadas del consumo a tráfico y plantaciones, pasando por centros de desintoxicación y consecuencias familiares. Se nota que Juarma conoce la materia de primera mano. Los monstruos de Al final siempre ganan los monstruos no sólo son los que habitan Villa de la Fuente, sino también los que cada uno de los protagonistas tienen dentro. El epílogo del libro, innecesario para la trama e imprescindible para el mensaje, es una hostia de realidad, una proclama antidrogas de aquellos que viven instalados en la propia mentira y, simplemente, no pueden escapar de ella.