Como en casa, en ningún sitio. Esta es una verdad tan universalmente conocida como que todas las familias felices se parecen. Por eso, hacer obras en casa y seguir viviendo allí y durmiendo es una práctica de tortura lenta. Es un dolor con una especie de resonancia antigua, como cuando te chafan sin querer el dedo pequeño que te has resquebrajado con el lado del armario. Es ir ahogándote con el polvo de las obras que lo va cubriendo todo. Estos artículos permiten repasar una parte de mi día a día, por eso una semana hay arroz hervido y gripe y la otra unas obras. Porque todas las casas con obras se parecen.

Tengo la batería al cinco por ciento y el cargador está en alguna caja, creo, o en alguna bolsa bajo el plástico blanquecino que también podría servir para cometer un asesinato sin dejar rastro

La casa es el lugar al que vuelves, decía Josep Maria Esquirol. Y me parece una idea preciosa. Y las obras, como los traslados, dejan en suspensión los espacios más íntimos y más esenciales. El lugar al que vuelves ya no es lo mismo, lo han ocupado los albañiles con escaleras, rastrillos y sacos de yeso. Ahora hay toda una franja vital desaparecida bajo los plásticos en una especie de estado latente y fantasmagórico. Como se han alargado más días de lo que se preveía inicialmente (sí, ya sé que esta información os ha dejado completamente sorprendidos), el comedor tapado tiene el aspecto de casa abandonada. Y me viene a la cabeza el día que acerqué la nariz a los cristales del caserón con aquel patio de la calle Muntaner y había los cuadros y las esculturas tapados con sábanas. Podría haber arrancado una novela o cuatro películas o bajar por las escaleras Teresa Goday. Todo allí, en una pausa circunstancial de años y décadas. No sufráis que de mi escenario actual también puedo hacer literatura: el polvo todavía no llega al teclado del ordenador, pero no tardará, tengo la batería al cinco por ciento y el cargador está en alguna caja, creo, o en alguna bolsa bajo el plástico blanquecino que también podría servir para cometer un asesinato sin dejar rastro.

La casa soñada

Ahora mi casa es un lugar diferente donde volver porque cuando llego del trabajo los peones todavía trabajan y me tengo que encerrar en la habitación (solo hay dos espacios no invadidos por las obras), no puedo ir al lavabo y al cabo de una hora tengo el flequillo lleno de polvo. Como no paro de escuchar como martillean, pienso en aquellas casas donde las obras se han cronificado y se han convertido en parte de la cotidianidad. Ya lo haremos más adelante y el futuro es una grieta que no llegamos a arreglar nunca. E inevitablemente, si tienes la casa patas arriba, piensas en la casa soñada, donde querría vivir si pudiera. Si los pisos encogidos de Barcelona no tuvieran el precio del palacete de la calle Muntaner. Si fuera posible con un trabajo de sueldo normal, un piso que estuviera bien, sin pedir nada muy espectacular. El baño un poco más grande, luz en el pasillo. Ya no digo terraza ni un comedor de estos donde puedes tener un sofá en medio. Eso no oses ni desearlo.

Si tienes la casa patas arriba, piensas en la casa soñada, donde querría vivir si pudiera. Si los pisos encogidos de Barcelona no tuvieran el precio del palacete de la calle Muntaner

Cuando acabe esta pausa circunstancial de las obras (que espero que no sea de años y décadas), mi casa será otra vez la de siempre. Dejará de oler a obras, que no sé definir más, olor de cemento, de hierro encendido, de previo a todo. Y será mi lugar donde volver. Porque tengo un techo, de vigas que hay que arreglar, pero de donde nadie me echará una madrugada. Ahora, cuando llegáis al final del artículo, si no lo habéis hecho hace tiempo, entrad en Idealista y mirad los precios de los alquileres y los metros de los pisos en Barcelona. Mirad las fotos y las ventanas de lo que dicen "estudios", también. Eso es lo que osan pedir. Y es imposible, entonces, el calor, el lugar donde devolver, el olor conocido; el espacio donde se parecen las familias, felices o infelices.