Hace algunos años, el arriba firmante coincidió en el papel de jurado de un festival ya desaparecido con un cineasta de interesantísima trayectoria que estaba a punto de ver cómo le cambiaba la vida. En una lúdica pausa en la tarea que nos llevaba a aquel certamen, el departamento de marketing de Warner lanzó el tráiler de la película que iba a estrenar en unas semanas: La Isla Mínima. “Nos ha quedado entretenida”, decía sin levantar la voz, ajeno al casi inmediato éxito de público y a los tropocientos premios que le consolidarían como uno de los grandes cineastas del país. Dos películas y una serie más tarde, esa mezcla de pudor y modestia sigue ahí. Su privilegiado estatus también: Alberto Rodríguez (Sevilla, 1971) presenta película —Modelo 77— e inaugura el Festival de San Sebastián 2022.
“Creo que el paso por Donosti le ha sentado siempre muy bien al cine que he hecho. Hemos ido varias veces al festival, hemos ganado premios importantes... tres actores se han llevado la Concha de Plata con pelis nuestras: Ballesta con 7 vírgenes, Javi Gutiérrez con La Isla Mínima y Eduard Fernández con El hombre de las mil caras”, recuerda. “Y si veían Modelo 77 en la sesión inaugural, que siempre es una película potente, pues a mí me parecía estupendo, claro (risas). Lo de no ir a concurso me importaba bastante menos, casi que mejor, así vamos sin nervios”. Los que no ha perdido son los de lanzar la película al público: “Esos sí los tengo, los lógicos del estreno. No aprendo, una semana antes del estreno ya empiezo a ponerme muy nervioso”, confiesa.
Con una filmografía de incuestionable solidez a sus espaldas, el cineasta andaluz es consciente que sus películas levantan la expectación del profesional reconocido y aplaudido, aunque él, desde su rincón en Sevilla, no participe demasiado de los movimientos a los que obliga la industria desde Madrid. “ Es cierto que vivo bastante desconectado del mundo del cine más allá de los compañeros que tengo aquí en Andalucía”, afirma entre risas. “Me gustaría que esa expectación estuviera ahí, me parecería fantástico. No sé qué se dice en los círculos importantes del cine, pero claro que espero que el público, que al final es para quién trabajamos, se interese por esta historia”.
La historia en cuestión es apasionante: Modelo 77 empieza con la entrada en prisión de Manuel, un joven al que los funcionarios reciben con una paliza cuando levanta la voz, pidiendo un colchón en condiciones y una ducha. Estamos en plena Transición y entre las paredes de la Modelo barcelonesa, y su situación es la misma de tantos otros: algunos están entre rejas por delitos más o menos graves, de sangre o no. Muchos han acabado en las celdas del histórico centro penitenciario por sus ideas políticas, por levantar la voz, o por aquella repugnante Ley de Vagos y Maleantes con la que el Franquismo eliminaba de la ecuación a homosexuales, mendigos o toxicómanos. El protagonista del film, al que interpreta Miguel Herrán (aka Río en La Casa de Papel), ha acabado en la trena por un supuesto delito de estafa. Explica el director: “Hay muy pocas trampas narrativas, no estamos ante la típica película del falso culpable, aquí sabemos que Manuel ha hecho algo pero vete a saber el qué. Es lo que pasa en la cárcel, que nunca sabes qué ha hecho el compañero”. Como escucharemos en pantalla, preguntarle a un preso por qué está encerrado es de mala educación.
Nos topamos con la historia de una fuga histórica de la Modelo; nos llamó mucho la atención la imagen de 45 personas saliendo de pronto de las alcantarillas en pleno centro de Barcelona
Tras perder la libertad, Manuel conocerá a su compañero de ‘habitación’, un veterano de vuelta de todo con el que chocará al principio. “Una de las claves de Modelo 77 es la relación de amistad que se desarrolla entre ambos, esa posibilidad de encontrar la solidaridad en las peores situaciones”. Ese apoyo, esa solidaridad inesperada, encuentra su máxima expresión en el gran tema de la película: el trabajo incansable de la COPEL (Coordinadora de Presos Españoles en Lucha), una organización de los habitantes de los centros penitenciarios que peleaba por tener unas condiciones de vida dignas entre rejas. “Este es un proyecto que viene de lejos, después de rodar 7 vírgenes. Nos topamos con la historia de una fuga histórica de la Modelo. Nos llamó mucho la atención la imagen de 45 personas saliendo de pronto de las alcantarillas en pleno centro de Barcelona, fugadas de la prisión, en plena Transición... era algo muy singular, extrañísimo. Después conocimos la existencia de la COPEL, esta especie de sindicato de presos, y todo el trabajo que hicieron fundamentalmente en 1977 y 78. A mucha gente no le sonará de nada su existencia, y eso merecía ser contado, ahí estaba el corazón del relato: en el momento en que parecía que más libertad ha habido en este país, las cárceles fueron el último rincón al que llegó la Transición. Nos interesaba esa lucha por algo tan noble, y utópico, como la justicia: entendida como justicia social, esa oportunidad de empezar de cero para un país, pero para todos”.
A cuatro manos junto a Rafael Cobos (su coguionista habitual y colaborador casi inseparable), si Alberto Rodríguez ha demostrado algo en sus últimos trabajos es un insólito dominio del uso de las estructuras y las narrativas de género, básicamente el thriller, para hacer un crítico retrato sociopolítico de determinados momentos de la historia reciente de España. Ocurría en Grupo 7, en La Isla Mínima, en El hombre de las mil caras, incluso (unos siglos más alejada en el tiempo) en la serie La Peste. Apunta el cineasta: “Creo que Modelo 77 es más difícil de encasillar. Porque podríamos hablar de drama carcelario, de película de fugas, o de cine de protesta social... pero yo no terminaba de encajarla, más allá de pensar que aquí lo más importante era el retrato de personajes, y el viaje que hacen, incluso los más secundarios. Y la historia de amistad, claro. Algunos elementos de la película sí se deben a los mecanismos del género carcelario, pero la mayor parte de lo que sucede se basa en hechos reales, o en hechos que nos contaron como reales”.
Cuando parecía que más libertad ha habido en este país, las cárceles fueron el último rincón al que llegó la Transición
El larguísimo proceso de escritura llevó a Rodríguez y a Cobos a entrevistarse con decenas de presos de la época, también, por ejemplo, con dos de los miembros del grupo teatral Els Joglars, que sufrieron las iras del régimen tras estrenar La Torna. Y en su recreación histórica, y su mirada indisimuladamente crítica, brillan un par de momentos que por sí solos merecerían una película: la ya comentada fuga por las alcantarillas y aquel momento en el que 200 presos se pusieron de acuerdo para hacerse profundos cortes en los brazos como protesta. “Esa imagen de los internos cortándose para conseguir que entraran en la cárcel periodistas, fotógrafos y médicos, para poder contar las terribles condiciones que sufrían a diario... eso, que ocurrió así, nos obligaba a hacernos muchas preguntas que tienen que ver con el momento histórico, y claro que en ese sentido hay una mirada crítica, un espíritu crítico. ¿Si faltan miradas críticas en nuestro cine? No puedo hablar por los demás, pero nosotros sí tenemos un punto de vista político. Y con político me refiero a que la película invita a la reflexión, más que otra cosa. ¿Por qué esto era así? ¿Para qué sirve la cárcel? Podríamos llegar a nuestros días: ¿para qué demonios sirve tener a una gente encerrada, y quiénes son los que están encerrados? La película contiene todas esas preguntas, que el espectador se haga las que quiera, pero lo cierto es que, en aquel momento, en prisión había homosexuales, médicos por prácticas abortistas, presos políticos, personas que no habían cometido ningún delito más allá de lo que les habían querido imputar...”
Hay una frase hacia el final del relato que creo que no es casual y es muy significativa, incluso diría que muy vigente: “Este es un país para los hijos de los dueños, y nada va a cambiar”.
Bueno, tiene mucho que ver con el espíritu crítico en la mirada a ese momento histórico. Pero no olvidemos que seguimos arrastrándolo. Para mí, en cierto sentido, Modelo 77 habla también de hoy, de ahora. No podemos perder de vista que buena parte de nuestra democracia está basada en un pacto que se hizo cuando terminaba una dictadura.
Y que no se ha revisado. Parece que sigamos en una Transición larguísima.
Claro, es que yo creo que se llegó a un acuerdo con cierta voluntad de irlo actualizando, mejorando, pero parece que cualquier cosa que plantees tocar de ahí se equipara a saltarse un mandamiento sagrado. Y probablemente valga la pena que se revise con libertad y con un espíritu positivo. Yo no soy nada negativo, todo lo contrario. Creo que lo que tiene que venir no puede ser necesariamente peor, hay que intentar ir a mejor, a un mayor progreso.
Esa luz al final del túnel la representa el personaje de Catalina Sopelana...
Sí, de alguna manera, el final de la película es pura justicia poética, y tuvo muy poco que ver con la realidad. Queríamos dar a nuestros personajes una salida a un punto de fuga esperanzador, a un futuro mejor, aunque probablemente es solo una ilusión, un efecto óptico.
Parece que cualquier cosa que plantees tocar [del acuerdo de la Transición] se equipara a saltarse un mandamiento sagrado
Creo que en algún momento se habló de hacer una serie...
Duró una conversación. Una en quince años de proceso. Fue una posibilidad muy fugaz. Una película es mucho menos perecedera, dura mucho más en el tiempo que una serie, que es un tipo de producto de consumo rápido que desaparece como el humo. Es verdad que aquí había material suficiente para hacer lo que quieras, pero nosotros decidimos organizarlo así.
Aunque rodaste La Peste, y ahora diriges un episodio de Apagón (que se estrena el 29 de septiembre), eres beligerante con las series...
Me parece que las series son otra cosa. Primero por cómo se han convertido en un fenómeno que no termina de dejar poso, y que tiene unas intenciones que no dejan de ser industriales. Comida rápida, o consumo rápido, como quieras llamarlo. Creo que el cine debe aspirar a otra cosa, a hacerse preguntas, a poner al espectador en una experiencia inmersiva.
Hablemos de los actores. ¿Qué buscabas con la elección de Miguel Herrán?
Fue una propuesta de Eva Leira y Yolanda Serrano, mis directoras de casting. Buscábamos a un actor de esa edad y la verdad... la generación de Miguel se empieza a perder un poco.
¡Porque curran haciendo series, y tú no las ves!
Efectivamente (risas). Vi muchas pruebas, pero me dio la sensación que quien estaba más cerca del personaje era él. Después tuvimos conversaciones larguísimas por skype, estábamos en plena pandemia, y me dio la sensación que había entendido muy bien la película que queríamos hacer. Lo que no había visto era lo fuerte que estaba Miguel. En skype llevaba una ropa muy ancha y no me había fijado, pero cuando nos encontramos en persona y vi esos músculos pensé que teníamos un problema: en los años 70 los únicos que estaban así eran Schwarzenegger y Rocky (risas). Y eso no podía ser, así que entre la preparación y el rodaje a Miguel le tocó hacer dieta de ensaladas y pollo para perder esa musculatura. Al final creo que todo ha quedado muy bien. Y luego Miguel tiene una capacidad de trabajo, de ponerse en el sitio, que es impresionante.
Soy mejor espectador que director
Te reencuentras con Javier Gutiérrez, cuya carrera dio un vuelco gracias a La Isla Mínima...
Fue un reencuentro fantástico. Primero, porque es amigo. Aunque he vuelto a trabajar pocas veces con amigos a los que quiero mucho, pero tuve la sensación enseguida que ese personaje le sentaría muy bien a Javi. Luego le pusimos el postizo y empezó a comer, hizo el proceso inverso al de Miguel. Con ese aspecto descuidado, cuando empezó a leer los textos, bueno, yo qué sé, me pareció maravilloso. El suyo es un trabajo sutil, minucioso, sordo, que hace verosímil toda la historia de amistad entre los protagonistas. De alguna manera, en el rodaje se reprodujo esa relación discípulo-maestro entre Javi y Miguel, con una generosidad de Javi enorme. Un poco fue el maestro Jedi.
Termino preguntándote por tus películas carcelarias favoritas.
Te diría que La evasión, de Jacques Becker. De ahí tomé la idea del momento en que utilizan un cepillo de dientes con un espejito para ver lo que ocurre fuera de la celda. Es mi película de cárceles favorita, es maravillosa, como lo es también Un condenado a muerte se ha escapado, de Robert Bresson. Pero también me encantan La gran evasión, de John Sturges, o El hombre de Alcatraz, de John Frankenheimer. Me gustan mucho. Ya en algún momento del proceso de escritura de Modelo 77 se estrenó otra peli fantástica: Un profeta, de Jacques Audiard. Y hace poco vi Hunger, de Steve McQueen, buenísima. Y podríamos seguir: En el nombre del padre, Cadena perpetua... Yo siempre lo digo: soy mejor espectador que director (risas).
Volviendo a la anécdota del principio, que recuerda entre risas, Rodríguez mantiene como un mantra la idea que vehicula su cine, adulto pero hecho para el disfrute del público. “Estoy muy contento con la película, la verdad es que me gusta mucho cómo ha quedado, y me alegra haber contado esta historia. Sí, creo que es muy entretenida y que el público la va a disfrutar, está hecha para eso”, remata.