La diputada Basha Changuerra va a ser la candidata de la CUP a la alcaldía de Barcelona. Sin duda es motivo de alegría por razones obvias: una mujer negra ha sido la escogida para volver a entrar en el consistorio después de que los cupaires se quedaran fuera en las elecciones de 2019. Una mujer. Negra. Sin embargo, nadie ha levantado la voz. Por fin se ha instalado entre nosotros ese silencio social que indica que algo se ha normalizado: las redes sociales no se han llenado de insultos racistas; los medios han tratado el hecho con naturalidad, sin necesidad de remarcar forzosamente el color de la piel o el género de la susodicha, como siempre debería haber sido y como siempre debería ser. Que la elección de Basha ya no sea noticia hace sin duda más posible que cada vez haya más Bashas llenando instituciones, escenarios, puestos de trabajo y posiciones de poder. Lo que vendría a ser la estrategia de repetición para interiorizar cualquier mantra: como decir la lección en voz alta muchas veces antes de un examen o repetirte lo mucho que vales en bucle delante del espejo para superar el síndrome de la impostora.
Total, que en mayo del 2023 Barcelona podrá votar si quiere o no una alcaldesa negra, y aunque podría parecer con esta gesta que todo está hecho y que el privilegio blanco está en jaque, no lo es. Porque no podrá votar toda Barcelona. Si cierta naturalización ha llegado —o está llegando, no nos pasemos de optimistas— a los asientos de índole público, no ocurre lo mismo en las filas del populacho. Lo dicen las cifras: según el padrón de 2018, más de la mitad de las personas con nacionalidad extranjera que residen en Barcelona —unas 165.000— no tienen derecho a votar el Ayuntamiento que quieren —una cifra aproximada, ya que incluye a los menores—. Sí pueden hacerlo los europeos y los ciudadanos de los 12 países que tienen un acuerdo con España, siempre que estén inscritos en el censo electoral y lleven 5 años residiendo legalmente y de forma continua en el territorio. O sea: que bienvenidos los inmigrantes, pero solo aquellos que vienen de países que caen bien. Las comunidades más perjudicadas son la china y la marroquí, que juntas suman más de 740.000 habitantes mayores de 18 años en todo el Estado y, en Catalunya, es el 15% de la población mayor de 18 años quien no puede votar. Ni falta hace decir que en ningún número que aparece en estas líneas están contabilizados los inmigrantes en situación irregular, porque ellos son lacras sociales que no le importan a nadie.
En las elecciones autonómicas o generales, el drama crece exponencialmente, también porque los criterios para votar son distintos que en las municipales: en estos comicios solo pueden elegir papeleta los que tengan oficialmente la nacionalidad española. De los casi 5 millones de extranjeros mayores de 18 años que viven de forma regular en el estado español —aproximadamente el 10% de la población—, más del 70% no tiene derecho a voto. Esto excluye a muchos inmigrantes que llevan años viviendo su vida, dejándose su vida, en estos lares, pero también a hijos e hijas de inmigrantes que sí han nacido aquí pero que, sin embargo, no son ciudadanos plenos porque prima antes el derecho de sangre que el de suelo; es decir, heredan el estatus legal de sus padres independientemente de dónde hayan nacido. Se calcula que hay medio millón de personas nacidas en España y que no tienen la nacionalidad: ni pueden votar, ni pueden (por ejemplo) presentarse a unas oposiciones, pese a estudiar, cotizar, pagar impuestos y pedir hipotecas aquí.
El racismo institucional es tener que pagar más de 300 euros por vivir en un país en el que no te quieren, incluso cuando has nacido en él
Estos inmigrantes no se llaman ni James Rhodes ni Lorenzo Brown: son personas que no aportan prestigio al estado y que, por lo tanto, el estado no tiene ningún interés ya no en acoger, sino en reconocer. Ser legalmente español también se estudia y se paga: 124 euros el examen de idioma, 85 euros el examen de conocimientos constitucionales y socioculturales —todos en el Instituto Cervantes— y otros 100 euros una tasa que certifica la presentación de la solicitud, a los que hay que añadir el coste de los documentos del país de origen que se necesitan para cumplimentar la petición, como el certificado de nacimiento o los antecedentes penales. El racismo institucional es tener que pagar más de 300 euros por vivir en un país en el que no te quieren, incluso cuando has nacido en él. Una auténtica vergüenza.
Aplaudimos que las personas racializadas tengan voz —las que cumplen cuota o las que triunfan en nombre de la patria, como Chanel—, pero no tanto que tengan voto. Incluso tampoco que haya sirenitas negras en una historieta de ficción. Supongo que hemos interiorizado hasta lo absurdo que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza y que los demás están un poco de más, aunque en realidad y siendo puristas, Jesucristo nació en Belén y debería parecerse más al tipo que muere en la patera que a Aragorn subido en su caballo, pero de eso nadie dice nada.