Un narco cruel se somete a una transición para ser mujer y busca redimirse de sus pecados en un musical hiperbólico a medio gas entre la absurdidad, la comedia, el drama social y el realismo mágico. Esta podría ser una breve sinopsis general de Emilia Pérez si no fuera porque son sus mil matices los que la hacen genuinamente especial. No tiene nada que ver con otras películas. Se mueve entre las arenas movedizas de los márgenes y la transgresión que supura le ha ido totalmente a favor en un mundo deleitoso de conquistar la diferencia. Pero también es de esas propuestas que genera polaridad a mansalva: o la amas o la odias.
Hay mucho de espectacular en Emilia Pérez. Para empezar, el tema. Que Jacques Audiard —Palma de Oro en Cannes por Un profeta—, haya creado un narco-trans-musical de la nada es, como mínimo, extraordinario. De entrada, la historia parece surrealista: Manitas del Monte, un capo narcotraficante mexicano, contacta con una abogada (Zoe Saldaña) para que le ayude a desaparecer. El motivo: quiere convertirse en la mujer que siempre ha sido, y acaba renaciendo como Emilia Pérez. De repente somos testimonios de que la transexualidad traspasa hasta los gruesos muros del narcotráfico y se hace realidad una situación tan excepcional como posible, pero que creíamos inviable. Ese seguramente es uno de los puntos más fuertes de la obra. Desestigmatizar lo trans en cualquier ámbito, incluso en el más oscuro, no puede ser sino un logro descomunal y colectivo de las luchas queer.
La joya de la corona es Karla Sofia Gascón, mejor actriz en el Festival de Cannes —ex aequo junto a Saldaña, Selena Gómez y Adriana Paz— por interpretar las dos caras del personaje principal. Su solvencia en ambos lados de la historia es abrumadora, primero como temible capo de las drogas, después como mujer dispuesta a encontrar a los miles de desaparecidos del narcotráfico mexicano para aportar algo de paz a sus familias. Ahí, sin embargo, también aparece la controversia que se arrastra durante gran parte del metraje. Según el argumento, la enorme dualidad entre el carácter de Manitas y el de Emilia se debe a la diferenciación de género y al traspaso del imaginario masculino al femenino: si él cambia sus actitudes es exclusivamente porque se ha convertido en mujer. Esa idea la defiende Saldaña (su interpretación está a la altura de Gascón, o más) en la canción Lady: “cambiar un cuerpo es un cambio en la sociedad; un cambio en la sociedad es un cambio en el alma”, entona, queriendo decir que Manitas se comporta de un determinado modo marcado por su apariencia viril y, en consecuencia, por lo que se espera de él.
Genera dudas el candor inmediato que embriaga a la protagonista solo por ser vista como mujer a ojos de todo el mundo; como si las mujeres no tuvieran derecho a ser unas hijas de puta
Esa no es una afirmativa vacua y tiene todo el sentido: es una realidad irreprochable que el escenario heteropatriarcal y machista configura, condiciona e influencia las acciones de cada sujeto, mucho más en una sociedad tan conservadora como la mexicana. Sin embargo, genera dudas el candor inmediato que embriaga a la protagonista solo por ser vista como mujer a ojos del mundo. Como si las mujeres no tuvieran derecho a ser unas hijas de puta. Como si ser mujer fuera sinónimo de ser una santa. Me chirría que no queden restos de maldad en su interior tras casi toda una vida matando a gente y practicando el ojo por ojo. Si bien es cierto que hay algún pronto violento en Emilia, resulta difícil, como mínimo, tanta empatía en una persona educada en la impunidad, el asesinato y el odio. ¿De veras la esencia más íntima puede ser transformada por tener un genital distinto entre las piernas? ¿No es algo reduccionista?
Aunque siguiendo la lógica del argumento, podría ser que Manitas tuviera un buen corazón, pero se hubiera visto obligado a disimular para hacerse un hueco en un espacio de hombres. Sería creíble que Manitas fuera víctima directa de la masculinidad hegemónica y tóxica más radical y, seguramente también, del clasismo más exacerbado. Probablemente, de haber tenido posibilidades económicas de pequeño, no habría tenido que traficar y desenvolverse en un rol tan radical. Todo esto podría ser y sería verosímil. Sin embargo, no puedo dejar de cuestionármelo, pese a tener claro que una no puede entender del todo lo que supone una transición si no la ha vivido en sus pieles.
También hay giros de guion inesperados que, en lugar de sorprender en positivo, dejan al espectador algo desorientado y con un final algo precipitado que no acaba de construir una conclusión clara. Y la música es uno de los grandes reclamos, una novedad que va a traer cola en propuestas venideras. Como ya pasó en Joker: Folie à Deux o Polvo serán, se confirma la tendencia de este nuevo género musical que pone en el centro una problemática social en lugar de apostarlo todo a la victoria del bien o el triunfo del amor entre dos amantes. Aquí la música no es tanto un mero complemento como la expresión artística de un malestar que no puede ser descrito si no es desde la entraña, pero su uso queda algo forzado, y si se banaliza quizás esté predestinado a un destino nefasto.
Sea como sea, Emilia Pérez, también candidata francesa a los Oscars, es una película que será recordada por su riesgo. Sus brillos destacan más que sus confusiones y refleja un potente mensaje de denuncia contra la realidad violenta y la criminalidad de las calles de México, aunque a veces esa perspectiva queda algo difuminada en pro del espectáculo performativo. Es caricaturesca, entretenida, y tira de una estética de telenovela latina que a ratos roza lo cutre, pero que complementa con una poderosa belleza y un minucioso cuidado del detalle para demostrarnos que otros universos son posibles.