El Romeo y la Julieta de David Selvas se enamoran y mueren debido a la incomprensión que enfrenta a sus familias, los Capuleto y los Montesco, en la ciudad italiana de Verona. El resumen es este. Porque la nueva versión del clásico de William Shakespeare, que firma la compañía La Brutal en el Teatro Poliorama hasta el 7 de agosto, no aporta nada nuevo que no sepamos ya de antes: no hay ni giros de guion reflexivos ni una transició hacia el presente que reboce de sentido la necesidad de hacer otra lectura. Este Romeu i Julieta, con adaptación del dramaturgo Joan Yago, tiene la loable intención de acercar la historia a los más jóvenes y, supongo, rescatar el antiguo paradigma trágico del argumento para despertar conciencias sobre el amor tóxico y detener su reproducción sistemática. No obstante, la obra acaba olvidando su misión para conformarse con un par de guiños a la actualidad en forma de cultura pop, en vez de poner énfasis en las deconstrucciones sociales que se han ido manifestando desde el estreno oficial del relato a finales del siglo XVI.

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Foto: Teatre Poliorama

Los dos amantes protagonistas siguen reproduciendo la absurdidad del amor romántico: se conocen y se enamoran sin intercambiar palabra y deciden casarse y morir juntos en menos de tres días. Todo eso mientras suenan Sen Senra y Becky G (también el Romeo and Juliet de Dire Straits), Romeo viste una camisa de colores ideal para ir de festival o los tres amigos —hombres— se abrazan desafiando toda la normatividad de la masculinidad frágil: hechos demostrativos de un contexto contemporáneo más evolucionado donde la gestión emocional y la responsabilidad sexoafectiva tienen un cierto peso vital. No se entiende, pues, que el texto no haya aprovechado este impulso superficial para hacer cambios sustanciales y profundos en el guion shakesperiano, poniendo sobre la mesa las temáticas que preocupan a los jóvenes en la realidad actual: la inestabilidad laboral, la inaccesibilidad a la vivienda, el auge de la extrema derecha y de las agresiones al colectivo LGTBIQ+ o la presión estética derivada de las redes sociales o de las apps de citas rápidas. De eso, ni rastro: en el Poliorama se sigue alimentando el conservadurismo del pasado con la idea de que un clavo saca otro clavo y que, además, sólo podemos ser personas completas si encontramos nuestra media naranja. Y que solos, sin la suerte de estar bien acompañados, estamos destinados a morir.

El mix de temporalidades y códigos marea y roza la incomprensión: hace salir el espectador con la sensación que sus creadores han querido meterle un toque moderno con calzador

Claro que no pasaría nada si se hubiera respetado íntegramente el texto del autor británico, porque la reflexión subyacente en la obra de Selvas está, de la misma manera que está en los centenares de adaptaciones que se han hecho de la historia de amor trágico más famosa de todos los tiempos: el argumento es una cavilación sobre el egoísmo como motor que fomenta el odio, la anomalía de no aceptar las decisiones de los otros, el infortunio de la impulsividad y la responsabilidad de nuestros actos. Romeo y Julieta es una historia con enseñanzas morales universales y, por defecto, también lo es esta. Pero cuando todo el pescado está vendido se tiene que empezar a pescar en otros mares. No funciona como solución reducir los diálogos a conversaciones que se acercan más a la cursilería que a la parte más bucólica de Shakespeare, ni la recreación banal de una estética más millennial con pistas de baloncesto y pósteres en la habitación. Este mix de temporalidades y códigos marea y roza la incomprensión, y hace salir al espectador con la sensación que sus creadores han querido meterle un toque moderno con calzador. O adaptación con cierta coherencia o clásico de los clásicos: o caja o faja. Casi parece un sucedáneo teatral del Romeo + Julieta de Baz Luhrmann que interpretaron Leonardo DiCaprio y Claire Danes en la gran pantalla, y de esta versión ya hace 25 años.

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Foto: Teatre Poliorama

Lo mejor que le ha pasado a este Romeo y Julieta es la interpretación de un Mercuccio que sorprende por transgresión y de un Guillem Balart, que lo interpreta, que después de protagonizar el Macbeth de Oriol Broggi, vuelve a destacar como actor firmando la mejor intervención encima del escenario. Vitalidad, frescura, diversión e ironía conviven en el personaje que más y mejor hace ir la poesía y que, afortunadamente, representa la identidad queer con la naturalidad que le permite el contexto. Emma Arquillué y Nil Cardoner, los protagonistas enamorados de esta historia, cumplen su misión con el público pero sin florituras ni grandes proezas, igual que el resto del elenco —Anna Barrachina (La Dida), Albert Baró (Paris), Pau Escobar (Benvolio), Adrian Grösser (Teobaldo), Xavi Ricart (señor Capuleto) y Andrew Tarbet (Fray Lorenzo y príncipe de Verona)—. Bailes electrónicos, droga dura y maquillaje de discoteca complementan una adaptación más pretenciosa que revolucionaria que, pudiendo convertir su trasfondo en un referente del revisionismo de los clásicos en el teatro, se ha quedado en una superficie sencilla que es de fácil olvidar.