No veas el revuelo que se ha armado con esto de la cuota del 25%. Qué despiporre, menuda fiesta nacional de la falacia. Ahora se ve que en las escuelas catalanas se obliga a los castellanoparlantes a mearse encima mientras los de pura cepa, los de aquí, les hacemos sufrir otras vilezas varias, como asarlos a la parrilla y roer sus huesitos sensibles hasta dejarlos sin carne ni nervios ni nada: solo un montón de trozos de calcio condenados al polvo. Así ha conseguido Catalunya sus cometidos históricos recientes, el Estatut d’Autonomia, la oficialidad única de la lengua, la amnistía de los héroes del procés y la tan ansiada independencia: comiéndose al enemigo.
Se ha hablado mucho estos días del ataque a la inmersión lingüística, demasiado, aunque claramente nunca suficiente: es una problemática que da miedo, el granito de arena que nos conduce al Everest de la extinción lingüística. Pero a mí me preocupa otra cosa; hay otro asunto que me hace saltar todas las alarmas sociales, que me produce náuseas y que no puedo entender. ¿Por qué hay más familias criticando públicamente el catalán en las escuelas que familias denunciando los abusos sexuales que han sufrido niños y niñas en colegios gestionados por la Iglesia? ¿Cómo puede ser que en el Congreso se hable del supremacismo de la lengua catalana y no de los pantalones bajados de algunos curas?
Lo digo porque El País acaba de aportar 251 casos más al proceso que supervisan el Vaticano y la Conferencia Episcopal Española, sumando un total de víctimas de, al menos, 1.237 desde 1943 - la última denuncia fecha de 2018. No sé si se es consciente de la gravedad del problema. Más de mil niños y niñas vejados, humillados, sometidos a la carne involuntaria bajo un rezo de protección y amparo. Y aunque se trata del único registro existente en el estado, el sentido común - y las estimaciones de los expertos de las comisiones - dice que habría muchos miles más. Sin embargo, no he visto yo que el hemiciclo en manada se haya cagado en la Iglesia ni que las familias - y no hablo de las afectadas - se hayan echado a la calle para que no se viole a sus hijos en nombre de dios.
Más de mil niños y niñas vejados y humillados, pero no he visto que el hemiciclo en manada se haya cagado en la Iglesia
Tampoco en 2016, cuando la investigación de El Periódico hizo salir a la luz al menos 36 casos de maristas acusados, la mayoría de ellos en Catalunya. Vale que se consiguió una indemnización sin precedentes en el país (un lo siento, me he equivocado, no volverá a suceder bastante chivo expiatorio), pero ninguna institución o entidad convocó entonces una manifestación masiva para proteger las aulas similar a la organizada por Somescola este sábado, a la que sí asistieron políticos y personajes de relevancia sociocultural. Incluso el apoyo público para las víctimas de pederastia quedó también entonces manchado de silencio popular.
Parece que hemos decidido hacer la vista gorda a que la enseñanza religiosa pese más de lo que debería en un estado aconfesional como el español, y a las cifras me remito. Según dicen las estadísticas de la organización Escuelas Católicas, a día de hoy hay en España 1.959 centros educativos católicos – 5.845 entidades pedagógicas, si separamos por niveles educativos, donde se educa a un total de 1.193.273 alumnos; unos 264.000 de los cuales estudian en Catalunya, agrupados en 434 escuelas que gestiona la Fundació Escola Cristiana de Catalunya (FECC). Todo esto supone el 57% de la privada concertada y el 15% del sistema educativo. La enseñanza jamás debería poder estar en manos del partidismo y del interés clerical; menos todavía si dicho interés se basa en explotar tu faceta de buen samaritano para conseguir que un buen tajo de creyentes te mantengan el chiringuito de la fe en pie - un chiringuito donde se cobra muy bien de subvenciones y bonificaciones estatales, que repudia al colectivo LGTBIQ+, que juzga a las mujeres que abortan y donde el perdón tan solo es una palabra comodín que se dice por inercia.
Claro que no solo pasa aquí: hay en todo el mundo casos que ilustran sobradamente los abusos que la Iglesia lleva cometiendo, con total impunidad, durante décadas: en sacristías, en centros educativos, en gimnasios, en internados. No se puede llevar la cuenta porque no se tiene; las víctimas, los testimonios, han vivido estigmatizados por la vergüenza y la culpa, convencidos que callar era sinónimo de superar. La mayoría siguen acatando la condena. Eso sí es motivo suficiente para pedir, para exigir a los gobernantes que la educación no debería estar en manos de personas que han consentido felaciones, tocamientos o penetraciones y han cerrado los ojos. Esos que continúan chupando del bote público tienen las manos manchadas de sangre y semen. Así que lo del odio a la educación en catalán es patético, pero que la Iglesia siga campando por los pasillos donde crece la inocencia de los niños y niñas, da asco.