Para hacerse en la idea de uno de los méritos fundamentales de Antidisturbios, se tiene que pensar en clave de punto de vista. Estamos acostumbrados a ver (incluso tragarnos) series que documentan el trabajo policial desde una óptica que busca la identificación del espectador, es decir, que aunque se planteen disyuntivas morales y se muestren claroscuros el objetivo de la ficción es generar empatía con los protagonistas y sus conflictos. Al otro lado de la balanza, tenemos unas cuantas series que rompen con esta dinámica y apuestan por todo el contrario, para poner al público ante unos personajes tan profundamente incómodos y cuestionables que lo deja en un estado de indefensión. No le gusta lo que mira, ni los personajes que habitan, pero el interés del producto radica precisamente en esta ruptura de perspectiva, en la que haces una inmersión en un mundo en lo que no quieres vivir.
Eso mismo es lo que propone Antidisturbios, una serie excelente por su capacidad de hurgar en los claroscuros de lo que retrata y también por su manera de ponerlo en escena. Lo más curioso del caso es que se ha opinado mucho sobre su supuesta glorificación del cuerpo policial, pero cualquier opinión en este sentido tiene que ser necesariamente previa al suyo visionado: el enaltecimiento o blanqueo no solo no se produce (haces bastante con 10 minutos para darte cuenta de ello), sino que justamente es su descripción de una cruda realidad la que lo acaba convirtiendo en una muy buena serie. Sus creadores, Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen, no inventan nada, pero sí que es de las veces que más se ha puesto el dedo a las llagas de la policía española.
El argumento es relativamente sencillo, porque está a los matices donde la historia encuentra su verdadero sentido. Se resume en que un desahucio acaba en tragedia y la unidad de antidisturbios que lo ha llevado a cabo es investigada por la división de Asuntos Internos. A partir de aquí, la trama se dedica a recurrir la diferencia de criterios de los seis miembros del equipo y el papel que juega Laia, una de las agentes encargadas del caso. Si Antidisturbios vale la pena es porque es coherente de principio a final con su propio principio narrativo y te describe un paisaje desolador de personalidades ambivalentes. Brilla porque la denuncia social no adopta la forma de un discurso explícito, sino que emane de su apuesta formal: la cámara y su espléndido montaje te sitúan en medio de situaciones muy tensas, profundamente ásperas, que se hacen muy creíbles, y son exactamente por este motivo que genera tanta incomodidad. Sabemos que eso pasa, que estos personajes existen. Vivimos rodeados de estas realidades, incluso las hemos sufrido; este es el valor de una serie como esta, que lo enseñe En este sentido, a su solvencia contribuye decisivamente su plantel de intérpretes, y muy en particular una Vicky Luengo que se come la serie cada vez que aparece.