Barcelona, 15 de septiembre de 1714. James Fitz-James Stuart, duque de Berwick y jefe militar de los ejércitos borbónicos que habían ocupado Catalunya, decretaba la liquidación de todas las instituciones políticas catalanas y la simultánea creación de la Real Junta Superior de Justicia y Gobierno, que las tenía que suplantar. La creación de la Real Junta, precedente de la definitiva Real Audiencia, estuvo acompañada de un formidable desembarque de funcionarios castellanos y franceses, que no entendían la lengua y que no sabían interpretar la cultura del país; ni ganas tenían, ni falta les hacía. Pero la operación de destrucción del sistema institucional y del entramado mercantil catalanes no habría sido posible sin el concurso de dos catalanes, los colaboradores necesarios, que conocían perfectamente el edificio político y económico catalán, desde el sótano hasta la buhardilla. Aparici y Ametller, que no tenían un origen aristocrático —el refugio del partido botifler—, se convertirían sorprendentemente en los dos únicos catalanes que ejercerían un papel destacado en aquella administración.
Aparici, el informador
La historia de Josep Aparici i Fins es la del recorrido de un personaje que en la tierra de su padre, el Pallars, llamarían "trescador": un medrador oportunista que convertiría el refrán "Quien a buen árbol se arrima buena sombra le cobija" en su particular divisa personal. Nacido en Caldes de Montbui (Vallès Oriental) el año 1654 —dos años después del fin de la Guerra de los Segadores— en un familia de curtidores originaria de Tremp (Pallars Jussà), muy pronto abandonó la condición de heredero para hacer una calculada escalada en la administración real del Principat. Entre 1677 y 1705, es decir, en la última etapa Habsburgo y la primera etapa Borbón, pasó por los despachos del barón de Maldà (correo mayor de Barcelona), de Anton de Camporrells (procurador del duque de Cardona y ministro de Hacienda de la monarquía hispánica) y, finalmente, del tesorero general de Catalunya. Tuvo siempre con todos una relación particularmente provechosa.
Las fuentes documentales no mencionan que Aparici estuviera comprometido con ningún bando en 1705, cuando las instituciones catalanas firmaron con Inglaterra el Pacto de Génova, es decir, la declaración de guerra al Borbón hispánico. En cambio, sí revelan que inicialmente fue "depurado" y acto seguido fue "rehabilitado". Todo ello sugiere que el causante de su descrédito habría sido el discurso que había pronunciado en 1701, cuando el primer Borbón hispánico abrió las Cortes catalanas. Parece que obsequió al Borbón con un despliegue de halagos y un despilfarro de espuma salival tan extraordinarios que lo convirtieron en protagonista involuntario de todas las leyendas urbanas de la época. Y sería su capacidad proverbial de darles la vuelta a los calcetines con las botas empapadas lo que lo llevaría de nuevo a su hábitat natural. Durante los años de conflicto, alternó las tareas funcionariales con un floreciente negocio de importación de cacao, azúcar y tabaco que no acabaría bien. Tampoco acabarían bien, a causa de sus impagados, sus proveedores y acreedores.
El año 1713, arruinado y perseguido por todos los acreedores imaginables e inimaginables, y con el pretexto de que los Tres Comunes habían votado la resistencia a ultranza, desapareció de Barcelona una negra noche y se refugió en Mataró, que ya estaba en poder del ejército borbónico. Allí empezaría la segunda —y decisiva— parte de su carrera. Trepó hasta José Patiño, superintendente borbónico de Catalunya, y consiguió que le encomendaran el diseño del nuevo modelo impositivo: el catastro, una auténtica máquina de extorsión que tuvo a Catalunya sometida a una tributación de guerra y de castigo durante décadas. Aparici fue el autor de un mapa descriptivo, que contenía información de todo tipo, demográfica, económica y tributaria, y que fue el primer dibujo borbónico del Principat. Ni que decir tiene que sus acreedores (muertos, exiliados, encarcelados o represaliados) no cobraron nunca. En cambio, Aparici no solamente se convirtió en una figura destacada de la administración borbónica, sino también, y de rebote, en un comerciante con privilegios en el nuevo régimen.
Ametller, el represor
El caso de Francesc Ametller i Perer es relativamente diferente. Su carrera traza una pronunciada y trabajada elipsis que explicaría el rigor que empleó y la frialdad que manifestó en la tarea de derribo del sistema institucional catalán. Nacido en Castellar del Vallès en 1657 —dos años antes del Tratado de los Pirineos, que significó la amputación de los condados norcatalanes— en una familia de propietarios rurales que, en el curso de los dos siglos anteriores habían pasado de la condición de simples campesinos libres a la de oligarcas agrarios usureros, como Aparici, también renunció a su condición de heredero —en este caso, heredero de herederos— para labrarse una carrera en la administración de justicia del Principat. Y, aunque no se ha localizado ningún documento que acredite que pasó por las aulas de la facultad de derecho, en cambio las fuentes revelan que en 1680 —con veintitrés años— ejercía como jurista del Real Consejo de Catalunya.
En el caso de la carrera de Ametller, la académica y la profesional, tuvo un papel importante el tío de su esposa, el todopoderoso Oleguer Montserrat i Rufet, miembro destacado de una estirpe de altos funcionarios de la corona hispánica en Catalunya. La carrera, la de verdad, empezó en 1705 —coincidiendo con los descalabros de Aparici. Ametller estaba en Mallorca ejerciendo como regente de la corona. Las instituciones de la isla secundaron a las del Principat y declararon la guerra al Borbón hispánico. Ametller, desde la sombra que le regalaba su posición, se dedicó a poner todos los obstáculos posibles. Se empleó tanto que la sombra se acabó desvaneciendo y, de la noche a la mañana, Ametller pasó de encubierto a descubierto. Durante un tiempo circularon por la isla unos pasquines, redactados con los pareados tan característicos de la época, que decían literalmente "A pesar de Portillo i d'Ametller, regnarà Carles III", en referencia al candidato Habsburgo. Ametller acabaría como un fugitivo, hasta que consiguió alcanzar territorio castellano.
Ametller hizo de la necesidad virtud. Se presentó en Madrid como un incondicional súbdito del Borbón y como un damnificado de la represión austriacista. La idea debió de funcionar porque acto seguido obtuvo el curiosísimo cargo de asesor jurídico de un mando de guerra que no respetaba ni a los muertos. La cuestión es que transitando por los diversos frentes de guerra hasta que en 1713, en plena ocupación borbónica de Catalunya, el mismo Patiño, que había fichado a Aparici, le ordenó que iniciara el estudio y la redacción de la Nueva Planta catalana. En el último año de guerra y los cinco primeros de ocupación (1713-1720), Ametller se convertiría en el arquitecto del derribo del sistema político y jurídico catalán y de la construcción del sistema represor borbónico. Y aunque algunos historiadores le perdonan la mácula atribuyéndole el mérito de haber salvado el derecho civil catalán, lo cierto es que sería uno de los principales responsables tanto de la redacción, como de la posterior puesta en práctica de la Nueva Planta (1717), una acción que le valdría honores y recompensas.