Alagón (reino de Aragón); 24 de agosto de 1136. Hace 886 años. Las cancillerías de los reyes Ramiro II de Aragón y de Alfonso VII de León y de Castilla sellaban el acuerdo matrimonial de sus respectivos hijos y herederos, los bebés Petronila (Huesca, 1136) y Sancho (Toledo, 1134); que tenía que culminar la unión territorial de los tres reinos: León, Castilla y Aragón, que podría ser una primera idea de España. Pero tan solo un año más tarde, la cancillería aragonesa convertía el tratado de Alagón en papel higiénico sucio; y acordaba el matrimonio de Petronila con Ramón Berenguer IV (Barcelona, 1114); conde independiente de Barcelona (11 de agosto de 1137). Un simple vistazo a aquel episodio crea la sensación de que los aragoneses vieron al demonio. Pero, ¿qué pasó realmente para que la cancillería aragonesa alterara radicalmente su posicionamiento?
La memoria de un pasado común
La investigación historiográfica moderna ha revelado que, a caballo entre el año 1000, persistía cierta memoria de un pasado antiguo, anterior a la romanización, que se manifestaba —entre otras cosas— en la toponimia. El lingüista catalán Joan Coromines i Vigneraux (1905-1997), por ejemplo, siempre defendió que el origen del nombre "Catalunya" era una alteración silábica de "Lacetania" (la tierra de la nación noriberica de los lacetanos, en el centro del Principat). Y el filólogo gallego Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), siempre propuso que el origen del nombre "Aragón" era la unión de "ara" (valle) y "gorri" (rojo), en la lengua protovasca. Si damos por buena esta teoría, es fácil imaginar que aquellos catalanes y aragoneses primigenios tenían cierta memoria de un pasado común, iberovasco, que explicaría aquel acercamiento.
Las consecuencias de una unión con Castilla
Pero más allá de eso, no hay ningún testimonio que lo confirme. En cambio, lo que sí está claro es que un matrimonio entre Petronila y Sancho reforzaba el poder secular e impedía que el testamento del difunto Alfonso el Batallador se hiciera efectivo. La fuerza de las emergentes oligarquías leonesas y castellanas (la corona y la nobleza militar) representaba una garantía suficiente para parar las reclamaciones templarias y hospitaleras, beneficiarias del testamento de Alfonso, que pretendían convertir Aragón en un Estado teocrático y enviar las oligarquías aragonesas a la papelera de la historia. El tratado era, aparentemente, una jugada perfecta: Pero en el horizonte se avistaba otro riesgo: la desaparición de Aragón como reino independiente (engullido por León y Castilla); y la progresiva marginación de las oligarquías aragonesas (en su propio país) en beneficio de las forasteras.
El cambio de posicionamiento
Antes de que se produjera el cambio de posicionamiento aragonés, la gente de Alfonso VII de León y de Castilla, ya había mostrado la auténtica medida de sus intenciones: habían ocupado Zaragoza (1135) para forzar el tratado de Alagón. Después de la firma del tratado (del compromiso de bodas de los respectivos herederos, 1136) lo habían devuelto al reino aragonés, pero se habían reservado una especie de condición resolutoria que convertía Zaragoza en una prenda que vigilaría el estricto cumplimiento del pacto. Y eso explicaría el malestar de una parte importante de las oligarquías aragonesas; que lo interpretaron como un chantaje y como una humillación, porque disfrazaba una invasión en toda regla —de consecuencias funestas— y porque mostraba a los cuatro vientos la extrema debilidad del reino aragonés. La rebelión contra Alagón era cuestión de tiempo.
Las negociaciones con Barcelona
Las oligarquías rebeldes obligaron al rey Ramiro a buscar una solución alternativa. Y en aquel momento todas las miradas se giraron hacia Barcelona. El régimen político, militar y económico catalán (radicalmente feudal) era tan opuesto al aragonés (radicalmente señorial) que imposibilitaba una fusión como la que pretendían los castellanoleoneses. La unión dinástica (compartir, únicamente, la figura del soberano) con Barcelona era, paradójicamente, la única alternativa posible que tenían los aragoneses para garantizar la independencia de su reino. Y eso explica el rápido acuerdo con Barcelona. Y confirma que el condado de Barcelona era un dominio totalmente independiente desde 985. De no ser así; los aragoneses, al nombrar al conde barcelonés "Hombre Principal de Aragón" (1137), habrían quedado atrapados en el entramado de la monarquía francesa.
¿Por qué Barcelona era tan opuesta a Aragón?
Como decíamos antes, el condado de Barcelona era un Estado radicalmente feudal. Es decir que, como el resto de Europa, había sufrido la crisis del poder central (siglos IX y X), que había culminado con una redistribución del poder entre el rey (en Catalunya representado por los condes independientes); la nobleza militar y terrateniente; y las jerarquías eclesiásticas. Y el sistema tenía que impedir que los condes de Barcelona evolucionaran a la categoría de reyes. Pero eso no los situaba en un rango de inferioridad con respecto a los reyes y reyezuelos vecinos. Precisamente, el régimen feudal había desguazado, totalmente, el dibujo tradicional de la pirámide jerárquica; y un conde independiente (el de Barcelona o el de Flandes) o un duque independiente (el de Venecia, el de Toscana, el de Baviera, o el de Piamonte) tenía una categoría muy superior a la mayoría de los reyes y reyezuelos del continente.
¿Por qué Aragón era tan opuesto a Barcelona?
En cambio, Aragón y el resto de dominios peninsulares cristianos, situados en la periferia de Europa y totalmente refractarios a la herencia política y cultural carolingia (siglos VIII en X); habían quedado al margen de la Revolución Feudal (a caballo entre el año 1000), y habían conservado el dibujo tradicional de la pirámide jerárquica, que mantenía al rey —en solitario— en la cima de la pirámide jerárquica. El débil reino aragonés, amenazado de muerte por León y Castilla y por Navarra, encontró en Catalunya la solución a sus males. Las enormes diferencias, a pesar del remoto pasado común, paradójicamente garantizaron su independencia durante seis siglos. Hasta que el régimen borbónico hispánico liquidó el Estado aragonés a sangre y fuego (1707). Pero la pregunta que, siempre, nos quedará sin respuesta es: ¿qué habría pasado con Aragón si los catalanes le hubieran dado la espalda?