Una noche de octubre de 1908, en el Teatre Romea de Barcelona, se estrenaba por primera vez en catalán el espectáculo L’aranya. La pieza, escrita dos años antes por Àngel Guimerà y representada bajo la dirección de Jaume Borràs, entusiasmó a la crítica y al público, que arrancó con aplausos eufóricos solo acabar. ¡Un éxito total! Pero, a pesar del entusiasmo de la época, la obra no se ha llevado a escena muchas veces más. Ha quedado eclipsada por otros bestsellers de Guimerà. Hasta hoy.

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L’aranya, en el TNC hasta el 9 de marzo / Foto: David Ruano

L’aranya vuelve y se podrá ver en la Sala Gran del Teatre Nacional de Catalunya hasta el 9 de marzo. El espectáculo, tanto por el potencial de la historia como por la acertada adaptación del director, Jordi Prat i Coll, lo merece

L’aranya vuelve y se podrá ver en la Sala Gran del Teatre Nacional de Catalunya hasta el 9 de marzo. El espectáculo, tanto por el potencial de la historia como por la acertada adaptación del director, Jordi Prat i Coll, lo merece. Por fin, un planteamiento sensible, interesante, coherente y breve en la Sala Gran del TNC, que últimamente nos tenía acostumbradas a propuestas poco significativas de mínimo tres horas de duración. Además, después de la estancia en el 'Temple' la caravana se pondrá en ruta: L’aranya se descentralizará y hará gira por Catalunya.

Al mal tiempo, buena cara

L’aranya es un drama con toques de comedia ácida que explica en tres actos la historia de un matrimonio heterosexual que no puede tener hijos. Sus ilusiones, alegrías, desengaños, traiciones y culpabilidades en relación con esta imposibilidad, pero también con respecto a la presión social alrededor de casarse y reproducirse como elementos que dan sentido y plenitud a una vida. Una idea que impregnaba el imaginario colectivo de la Catalunya del siglo XX y que filtra en todas las expresiones de nuestra cultura popular. "A la mare que Déu li vol bé, una filla li dona primer", dice el refrán. Por eso, la historia también pone la mirada en la vida y las relaciones que se establecen en una comunidad de vecinos, las cuales, en un barrio o en un pueblo, pueden ser muy próximas, para bien o para mal.

Esta adaptación nos permite reflexionar sobre un pasado que nos es más reciente, consiguiendo sumar nuevas connotaciones respecto del original que resultan significativas para el público actual

Originalmente, Guimerà ambientó la trama en un barrio obrero de la Barcelona de principios de 1900. Prat i Coll, en cambio, la sitúa el año 1968, en plena época franquista y en una tienda de comestibles de Girona regentada por Rosa y Miquel. Una decisión muy coherente con respecto al tema principal, ya que la dictadura franquista reforzó los imperativos de la familia tradicional cristiana, y porque la opresión y las todavía consecuencias económicas de la posguerra implicaron que muchos vecinos se tuvieran que ayudar mutuamente para subsistir. Tuvieron que refugiarse en la comunidad porque no podían contar con el Estado. De manera que el elenco coral y la focalización vecinal que planteaba Guimerà aquí toma mucho sentido. Así, esta adaptación nos permite reflexionar sobre un pasado que nos es más reciente, consiguiendo sumar nuevas connotaciones respecto del original que resultan significativas para el público actual. Es decir, la propuesta de Prat i Coll va más allá de la mera reproducción del texto, pero sin desvirtuar ni la esencia original de la obra ni su estructura (aunque nos propone un nuevo final).

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L’aranya destaca por una escenografía espectacular / Foto: David Ruano

La propuesta de Prat i Coll va más allá de la mera reproducción del texto, pero sin desvirtuar ni la esencia original de la obra ni su estructura

Mima Riera, Albert Ausellé, Jordi Rico, Berta Giraut, Jan D. Casablancas, Estel Ibars, Ferran Soler, Jordi Vidal y Meritxell Yanes hacen un gran trabajo de dicción para emular el acento gerundense de la época, que contrasta con la elocución barcelonesa del personaje de Paula Malia. Un hablar repleto de expresiones típicas y frases hechas que enriquecen el texto y que nos introducen todavía más en la historia. Además, tienen un papel especial las canciones populares catalanas, que en la época eran la banda sonora de la distracción. Se cantaba para acompañar los trabajos mecánicos, para caminar, para rasar, para celebrar, para encontrar cosas perdidas. Las canciones populares ayudaban a soportar la resignación, pero también, al estar llenas de analogías sobre la vida, servían para expresar las hostilidades. Quien canta su mal espanta. Además, contribuían a interiorizar y naturalizar, por ejemplo, la moralidad cristiana. El uso de las canciones en el espectáculo, por lo tanto, contribuye a construir una atmósfera realista y, a la vez, pone de relieve la manera de hacer y pensar de una cultura y una época, anticipándosenos así el conflicto desde el inicio y presentándolo no como un caso concreto y aislado sino como la consecuencia de todo un sistema patriarcal: la verdadera telaraña de los personajes.

Entre el drama y la comedia

La interpretación de los actores toma un interesante equilibrio entre el naturalismo y la exageración. A través de la retahíla de acentos y expresiones, pero también de gestualidades y actitudes reconocemos en los personajes una manera de hacer y pensar, y eso nos genera ternura. El personaje de la Emília, por ejemplo, tiene miedo de beber con porrón por si le cae el vino por el canalillo, y la pareja de jóvenes recién casados anhelan poder morrearse en cada esquina. Una cotidianidad que se entrelaza con un deje caricaturesco, ya que los personajes dibujan estereotipos que nos arrancan la sonrisa, e incluso la carcajada. Pero, en el fondo, tras cada chiste y exageración se esconde una realidad terrible, un profundo dolor. Una combinación entre drama y comedia que ayuda a hacer digerible el mensaje, pero que, al mismo tiempo, permite que las verdades penetren con más eficacia: cuando los espectadores reímos, nos relajamos, y eso nos predispone a coger todo lo que venga por delante.

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L’aranya, humor para paliar dramas terribles / Foto: David Ruano

El uso del humor para tapar el drama también mimetiza el intento de la época de normalizar conductas muy reprobables. Es decir, la cultura de esconder la mierda bajo la alfombra y mañana será otro día

El uso del humor para tapar el drama también mimetiza el intento de la época de normalizar conductas muy reprobables. Es decir, la cultura de esconder la mierda bajo la alfombra y mañana será otro día. La espectacular escenografía (a cargo de Marc Salicrú) acompaña este juego entre aquello que se ve y aquello que se disimula. Los encuadres apaisados, que cuando el acto cambia avanzan lentamente como si fuera un trávelin, nos remiten a las pantallas de las primeras televisiones, como si los espectadores fuéramos los ojos del mismo dispositivo televisivo que secretamente observan todo lo que pasa en los comedores de estas familias.

En L’aranya todo tiene un sentido

La propuesta escénica quiere ser hiperrealista (aunque, en el caso de la tienda, según la ubicación de la butaca, la perspectiva del escenario puede provocar una jugarreta y provocar el efecto contrario). Un realismo que se va transformando poco a poco: en el último acto las paredes se alzan y amplían todavía más el espacio, como si los problemas de una vida normal aparentemente insignificantes cogieran finalmente su magnitud real. Así, la escenografía viaja de lo que es puramente contextual, verosímil y mimético a la traslación de las sensaciones que vive sobre todo Rosa, la protagonista. Como si la presión social la engullera, como si fuera la presa de una araña atrapada en un escenario gigantesco. Además, el juego escenotécnico crea imágenes preciosas y muy sugerentes que potencian el pensamiento simbólico e imaginativo del público, invitándonos a seguir descubriendo cada uno de los múltiples significados.

Un realismo que se va transformando poco a poco: en el último acto las paredes se alzan y amplían todavía más el espacio, como si los problemas de una vida normal aparentemente insignificantes cogieran finalmente su magnitud real

En L’aranya todo, absolutamente todo, está pensado y tiene un sentido. A través de la escenografía, las luces, la música, la interpretación y el texto se crean capas de pensamiento que se entrelazan de forma muy coherente. El espectáculo consigue entretenernos, emocionarnos, hacernos reír y reflexionar sobre todo un sistema de valores de una manera fantástica, a la vez que da a conocer una de las obras más injustamente eclipsadas de Guimerà. Solo me queda decir que quién bien empieza, bien acaba. Me quito el sombrero.