Estas últimas semanas no han parado de aumentar los casos de gripe. Es aquello de cada invierno, que hay una pasa, pero este año parece que la incidencia ha sido todavía mayor. Cuando ya pensaba que la palestra de las aulas me había inmunizado contra todos los virus (los primeros años de profesión fueron un continuo de males infecciosos), he caído como un soldado con la guardia baja. No diré nada de nuevo si digo que cuando estás enfermo los días tienen otra cadencia. Puedes haber suspirado para pasar horas en la cama, tiempo para ti, tiempo para series, pero enfermo no. Enfermo quieres dormir, pero duermes mal; quieres mirar alguna cosa, pero tienes dolor de cabeza. Aquella sensación grávida del cuerpo y el estómago como si hubieras perdido el hambre para siempre. Solo un poco de agua después de sudar la fiebre del virus de la influenza. He leído que también se puede llamar así y me ha parecido bonito y extraño: "¿Qué tiene la Clara? Ha cogido la influenza".
Comida de enfermo
En mi casa, cuando estás enfermo (y no hace falta que sea de la barriga) se te sirve un plato inapelable: arroz hervido. Era el emblema de la vulnerabilidad, la afección y la disculpa de la ausencia escolar. El arroz hervido es suave, se pone bien, pasa sin hambre, te sacia, hace cojinete cuando el estómago reclama un poco de alimento aunque sea para soportar los paracetamoles que dan unas horas de tregua. Cuando estás enfermo, no hay nada mejor que la comida de enfermo. Es un bálsamo, es la madre apretándote los labios contra la frente, porque así se medía la temperatura en mi casa antes de decidir si era necesario el termómetro. Tanta es la estima por este plato que en casa, en momentos de poca imaginación culinaria, había llegado a ser un primero (como quien hace una taza de gazpacho), pero entonces era imprescindible añadir queso rallado ara así desmarcarlo de la comida de enfermo, aunque siempre había la queja de algún miembro de la familia cuando se anunciaba el menú, porque el arroz hervido "es comida de enfermo". Y ya la teníamos liada.
Hoy quiero alabar este plato vinculado a la indisposición y al malestar, pero también a la curación progresiva del cuerpo que un día hace un clec y sabes sin saberlo que ha vencido la infección, que va desapareciendo de la sangre para devolverte la fuerza de siempre, el hambre de siempre
Hoy quiero alabar este plato vinculado a la indisposición y al malestar, pero también a la curación progresiva del cuerpo que un día hace un clec y sabes sin saberlo que ha vencido la infección, que va desapareciendo de la sangre para devolverte la fuerza de siempre, el hambre de siempre. El arroz hervido, para mí, es un alimento de plato hondo y cuchara. Tiene que hervir lo suficiente como para quedar integrado con el suquillo espeso y almidonado, pero no tanto como para quedar pastoso ni, evidentemente, aguado. Tiene que haber aceite de oliva y, sobre todo, la cantidad justa de sal. Eso es mucho importante porque es comida para un enfermo, no para un muerto. Y siempre, un granito de ajo, que es mejor apartar antes de emplatar para no confundir, por cromática, con el mismo arroz y acabar masticando sin esperártelo. En casa, no sabemos por qué explicación ancestral, el arroz hervido de mi abuela siempre era mejor que ninguno (todos los platos de mi abuela eran mejores que ninguno). Algún día había repasado cada movimiento suyo: agua del grifo, el fuego al máximo, remover un poco, el aceite en el último momento de la cocción (más aceite de lo que me había imaginado). Era igual que lo preparara para un nieto enfermo que todo el resto pasábamos la cuchara (y así, al día siguiente, ya eran dos nietos enfermos). Aunque no estábamos especialmente cerrados a recetas nuevas, en casa no llegamos nunca a la elaboración de incluir verduras como zanahoria o cebolla: era un plato austero y esencialista.
Estos días que me he encontrado mal, he rememorado el arroz de casa. Y he pensado que he aprendido, porque se acerca al de mi madre, que ha conseguido acercarse bastante al de mi abuela. Si leéis eso y estáis enfermos, ya lo sabéis. A mí me ha ido bien. No sé si por el arroz o porque el virus ha hecho su curso, que es también una explicación médica habitual servida al lado de la comida de enfermo. O quizás porque lo que tiene que ver con la madre y con la abuela siempre es la mejor cura.