Mi amigo Pep sabe mucho de muchas cosas, todo un conneiseur casi enciclopédico cuando se trata de arte y cultura. Más todavía si hablamos de algúin artista o movimiento anterior a 1901. Discípulo con cuenta en Twitter de Joan Maragall, Pep es un modernista infiltrado en la era digital. El otro día charlaba con él. Comentábamos el caso de Jaume Plensa y el hype mediático que se había creado coincidiendo con la inauguración de una pieza gigante de 22 metros del escultor barcelonés en Nueva Jersey. Una obra mesmeritzantmente mastodóntica que mira hacia la ciudad de Nueva York pidiendo silencio.
Estableciendo paralelismos, Pep me hablaba, con la pasión con la que siempre acentúa su discurso, del caso de Marià Fortuny. Me resaltaba la veneración que en Italia -un país que, desde su selección de fútbol a sus espressos acompañados de un vaso de agua (un ritual que, elegante como es, replica en la redacción del diario) él venera-, sienten por este pintor de Reus. Un artista de vida breve pero con un legado enorme en el devenir de la historia del arte. Un genio del impresionismo que de Turín a Nápoles admiran con casi la misma pasión con la que exaltan el legado de figuras de la dimensión de Caravaggio. Quizás me equivoco, pero no recuerdo que en el colegio o en el instituto me hablaran de la obra de Fortuny. Sí que lo hicieron de Caravaggio.
Somos un país pequeño y anormal. Anormal porque a pesar de que nación, no sólo no disponemos, por ahora, de estructuras de Estado, sino que durante siglos nuestra cultura ha sido perseguida, minorizada y castigada. En un ejercicio barato de psicoanálisis, quizás este sea el motivo por el cual necesitamos un reconocimiento exterior para empezar a creer el valor de lo que hace años que hacemos en casa. Vaya, que no nos creemos que somos guapos y guapas, de hecho, estamos convencidos de que somos feos y tullidos, hasta que no nos lo dice el vecino de arriba o la vecina de abajo.
Nos pasa con Fortuny, pero también con los cantautores y las cantautoras de la Nova Cançó; con los Llach, Raimon, Rossell, Bonet, Pi de la Sierra... que tendemos a menospreciar (fijaos: sus viejos vinilos siempre los encontraréis en las cubetas de oferta de las tiendas de discos) y en cambio rozamos el éxtasis sensorial cuando escuchamos coetáneos suyos de relevancia similar como Leonard Cohen. O nos pasa con Albert Serra, un cineasta que aquí tildamos de chalado estrafalario (el personaje que se ha creado, cierto, no ayuda a cambiar de opinión) pero en Francia lo consideran un genio. O el joven compositor clásico Marc Migó, uno de los alumnos más sublimes que hay ahora mismo en las aulas de la prestigiosa escuela Juiliard de Nova York. Lo mismo que Joan Magrané, también músico clásico de Reus que llena auditorios por toda Europa. O con el ilustrador Javi Aznarez, a quién hemos descubierto ahora que ha trabajado en la última película de Wes Anderson.
Y, lista en que podríamos incluir decenas y decenas de nombres, nos ha pasado con Jaume Plensa. artista hemos descubierto gracias a la gigantesca escultura que ahora luce en Nueva Jersey, cuando, del paseo del Born en el Palau de la Música, de la plaza Àngel Pestaña al Hospital Clínico, su obra hace años que enriquece el paisaje de Barcelona.