Antes de que nuestro padre estuviera enfermo, cada año, a inicios de enero, jugábamos a enterrar tesoros bajo la nieve. Él no utilizaba esta palabra, él decía "milagros", abriendo los brazos, exagerado. Teníamos una casa con jardín en las afueras del pueblo, y yo sabía que la gente a veces se inventaba historias sobre nosotros, pero Rita, mi hermana, decía que no les hiciera caso.

Enterrar tesoros (o milagros) en la nieve, cerca de aquella encina, era mi juego preferido, porque mi hermana enterraba cartas de amor de un novio que no existía, nuestro padre, juguetes para nosotros, y yo golosinas que me acababan empachando. Cuanto más abajo lo enterrábamos mejor, así meses después, cuando despertaba la primavera y los árboles ya sudaban, salíamos de casa excitados y buscábamos el lugar exacto, como la "x" en el mapa para encontrar un cofre. Excavábamos con el ímpetu del explorador, y yo acababa con las manos temblorosas de frío y las mejillas rojas.

Me imagino a nuestro padre, abrigado hasta las orejas, saliendo de noche, a toda prisa, con aquel viento que sacude las ramas, dejando que las semanas nos corroyeran la ilusión. Recuerdo, un año, la bicicleta verde que lucía con el blanco de la nieve. Recuerdo también que no la había sacudido del todo y ya pedaleaba. Así valoraremos más lo que tenemos. Era la frase preferida del padre, y mi hermana y yo nos reíamos de él.

Pero el otoño que papá volvió del hospital dejamos de reír. Nos reunió en el comedor de casa y quitándole importancia nos explicó el diagnóstico y, como si fuera un adivino, la previsión de futuro. Aquel sería el último enero que enterraríamos tesoros y quizás en primavera mi hermana no tendría a quién leerle las cartas de amor del novio que no existía, yo no tendría con quién compartir las golosinas y no podríamos dar las gracias de los regalos a nadie. Así fue.

Los últimos días, nuestro padre pidió pasarlos en casa, con nosotros. La última noche, con un hilo de voz, nos pidió un último deseo, un último milagro, dijo. Que le enterráramos con los brazos abiertos cerca de la encina, que muy pronto empezaría a nevar y nevaría en todo el universo encima de los vivos y de los muertos. En aquel momento no entendimos la cita de Joyce, pero Rita le juró que sí, que lo haríamos mientras le besaba las manos. Y un par de noches más tarde, cuando su cuerpo había dejado de respirar, salimos, en plena noche, abrigados hasta las orejas, arrastrando el cadáver mientras el viento sacudía las ramas. En silencio, lo cubrimos de hojas y nos fuimos.

El frío tardó todavía unas semanas en llegar, como si se resistiera a enterrar de nieve a papá. Yo sufría por si venía alguien a casa y lo veía allí estirado durmiendo con los brazos abiertos. Pero no, no vino nadie. No hablamos nunca con Rita, de aquel entierro. Y cuando la nieve lo hizo desaparecer, nosotros nos marchamos de la casa con jardín. Quiero volver un día, cuando empiece el buen tiempo, para ver si con él también renace la primavera.