De vez en cuanto, más o menos cada diez días, una película o serie de la cual no sabes absolutamente nada aparece entre los primeros lugares de las tendencias de Netflix cuando abres la aplicación y por el solo hecho de saber que medio mundo está viendo compulsivamente esa serie o peli, tú, desde el sofá de casa, te preguntas si vale la pena gastar tu tiempo en ello. A menudo se trata de grandes producciones de las cuales todo el mundo habla, anunciadas a bombo y platillo con publicidad en todos lados, pero a veces se produce el milagro alcanzado por Bajocero: que un film con el apoyo del Departament de Cultura de la Generalitat detrás, dirigido por un barcelonés formado en el ESCAC y con producción de Morena Films, Amoros Producciones y TVE se convierta en la película en más vista del mundo en Netflix. Y de hacerlo, además, después de haberse estrenado hace una semana sin levantar mucho rebomborio inicial. ¿Qué esconde, sin embargo, este primer largometraje de Lluís Quílez lleno de maravillosos pequeños interrogantes y, por desgracia, de incongruencias y desajustes demasiado evidentes?
¿Peli de acción o thriller moral?
Dos policías nacionales a bordo de un furgón blindado tienen la misión de hacer un traslado de seis presos, pero lo que tenía que ser un trámite rutinario se convierte en una odisea por culpa de un misterioso asaltante que busca venganza contra uno de los convictos. A partir de aquí, Bajocero es una propuesta donde el realismo y el costumbrismo se abrazan, aunque peca de patinazos importantes que impiden creerse nada de lo que pasa desde buen inicio, empezando por un policía protagonista como Martín (Javier Gutiérrez) excesivamente plano y acabando por una cosa tan sencilla como que, en España, los traslados de presos los hace la Guardia Civil y normalmente son trayectos que se hacen de día. ¿Contiene la película todos los ingredientes para considerarse un film de acción? Sí, aunque a pesar de los puñetazos constantes, los tiros, las escopetas o las persecuciones en la carretera, sería más justo afirmar que se trata de una película de supervivencia con aires de thriller psicológico.
La cinta engancha de principio a fin por un motivo muy sencillo: mantiene en todo momento un clima de tensión que hace imposible dejar de verla. La niebla y el frío del exterior, combinada con la claustrofobia interior del furgón policial, altera esta tensión adrenalítica de forma exponencial, pero si alguna cosa convierte en adictiva la película es la certeza de observar que ni siquiera los protagonistas de la historia saben qué les está pasando. Si la misión del policía protagonista -Martín- es conducir el convoy de prisioneros hacia otra prisión en medio de la gélida noche, la misión del antagonista, un expolicía dispuesto a utilizar la ley del "ojo por ojo" e interpretado por Karra Elejalde, es impedirlo, pero en medio de estas dos figuras hay seis convictos de los cuales no sabemos mucha cosa, pero de quien observamos una evolución: si al principio su objetivo es escaparse, poco a poco su único horizonte ocurrirá, sencillamente, sobrevivir.
La dinámica cambiante es la que dota de ritmo el relato construido por Lluís Quílez, que de pequeño vivía cerca de la Modelo y se inspiró en el operativo y el traslado de los últimos presos de esta mítica prisión barcelonesa para empezar a escribir el borrador del filme, que cuenta con Fernando Navarro como guionista y consigue crear una extraña ambivalencia, no sabemos si de forma provocada o por error: ser una película con la España profunda y áspera como telón de fondo, pero que, sin embargo, tiene tantos errores de veracidad que no parece nada española. ¿Quién puede creer que en el país del sur de Europa con más autovías y vías de AVE, un traslado de presos se haga durante horas por carretera comarcal? En Bajocero los presos tampoco se fugan ni quien los persigue busca caputarlos a todos de nuevo, por eso el grosor central del film es una narración lineal con el elemento exterior de la persecución, pero con la acción real cien por cien interna: todo pasa dentro del furgón policial. En este microcosmos interior, todo aquello que pasa fuera de la furgoneta sirve para alterar lo que pasa dentro, ya que si el enfrentamiento inicial de policía contra prisioneros se convierte más tarde en una lucha de prisioneros contra prisioneros, el desenlace deviene finalmente en una batalla de toda la comitiva del furgón contra la figura sombría interpretada por Errejalde.
Un drama en tres actos
Podríamos dividir perfectamente la película en tres actos, a la manera aristotélica o a la manera de Albert Sánchez Piñol, ya que el esqueleto narrativo de Bajocero, tanto si queremos decir "estructuralismo" como si queremos decir "método Papitu", es idéntico al de tantas otras películas comerciales de éxito: si el primer acto sirve para conocer la situación y los protagonistas, y el segundo para asistir al núcleo de los hechos y la aparición de la amenaza -la externa, y las internas-, el tercer acto, cuando ya son unos cuantos los presos que han muerto dentro del camión, se convierte en el desenlace donde la carga moral y psicológica pasa a convertirse en un personaje más de la cinta, ya que la pregunta importante no es quien quiere sabotear el traslado, sino sobre todo por qué quiere hacerlo. Aquí es donde sale a la luz uno de los aciertos bien trabajados de la película: si para los presos el único horizonte vital es liberarse de aquello por lo que la justicia los ha condenado -y permitirles soñar con hacer una vida tan normal que les permita abrir un bar, por ejemplo-, para el personaje de Errejalde el principal motivo de su acto de venganza es liberarse precisamente de aquello que la justicia no ha sido capaz de solucionar.
Este "ojo por ojo" se convierte en una espiral destructor que hace aflorar en la superficie los instintos más primarios y naturales del ser humano. En los últimos diez minutos, algunas situaciones difícilmente creíbles salpican ligeramente un desenlace con más fondo de lo que el exceso de forma impide captar, ya que, como espectadores, nos lleva a nuestra propia confusión moral. Bajo aquella corteza trepidante de escenas puras del cine de supervivencia y de acción, desde casa empatizamos con el mal cuando conocemos los motivos éticos del malo para cometer sus actos o acabamos sintiendo simpatía, también, por uno de los presos culpables de haber iniciado la trifulca dentro del furgón. Si el final de Terra Baixa mostraba a dos hombres deshumanizados, sin armas, enfrentándose a vida o muerte como dos animales salvajes, el final de la obra de Quílez muestra una lucha parecida, pero con un árbitro muy claro: el Sistema, representado por un policía -Martín- que deberá debatirse entre ser fiel a sus convicciones o, de lo contrario, actuar como portavoz de los valores de la Divina Justicia sin los que, supuestamente, no seríamos más que lobos salvajes. O quizás sí, no lo sabemos, como tampoco sabemos si Bajocero es el blockbuster que Àngel Guimerà habría querido escribir, pero sin embargo no tenemos demasiadas dudas que, posiblemente, sería la peli de videoclub que habría querido alquilar un viernes por la noche.