Hace ya unos meses que sobrevuela por todos lados el nombre de Yerai Cortés. Está en boca de todo el mundo. Es confirma que no hay mejor estrategia de marketing que la de crear expectativas. Y las del guitarrista que un día enamoró a C. Tangana (formó parte de la banda que acompañó al Madrileño en su gira Sin cantar ni afinar Tour) con su pericia a las cuerdas, son muy altas. Ahora mismo, la vida de Yerai Cortés gira en torno al documental que Antón Álvarez (aka Tangana) le ha dirigido. Presentado en el pasado Festival de Cine de San Sebastián y más recientemente en el In-Edit de Barcelona (donde se llevó una mención honorífica), verá la luz en salas el mes que viene.
El flamenco pasa por una era en la que ha empezado a abrazar nuevos códigos. Ahí está Rosalía, pero también Rocío Márquez o un Israel Fernández con un gran poder de convocatoria entre la parroquia más joven. Ahora se les suma Yerai Cortés. Una nueva figura en medio de ese eterno debate entre ortodoxos y heterodoxos del género, intentando que todos lo adopten y acepten. Pero más allá de esas conjeturas adornadas por muchos mitos y algunas fábulas, lo único que realmente importa es descubrir qué hay tras la música de Yerai Cortés. El concierto que ayer ofreció en la sala Paral·lel 62, dentro de la programación del Festival Internacional de Jazz de Barcelona, en el apartado de De Cajón! (y en colaboración con el Sonar), era la ocasión propicia e idónea. Las expectativas eran enormes. Aún no se ha publicado el primer disco del guitarrista de Alicante y todo el papel vendido desde hacía tiempo.
Convenciendo hasta a los incrédulos
A la Paral·lel 62 se ha acercado todo tipo de público, desde estudiosos del flamenco que aseguraban que a tocar la guitarra se aprende en los bares a los que ya han visto el documental y quedaron fascinados por ese muchacho que habla de su familia (centrado en la figura de unos padres enfrentados), de su encantadora pareja, del entorno, de sus misterios y sus secretos. También había curiosos que, simplemente, han venido a descubrir qué hay de cierto en el hype. La expectación, la de aquellas noches que presientes que tal vez estás a punto de vivir algo único, se palpaba en el ambiente. Seis mujeres con vestidos blancos, largos, todas cantando, todas dando palmas. Él en el centro, sin ser centro, discreto, sin acaparar del todo la atención. Es una imagen que, con otro aroma y en otro contexto, nos podría situar en algún lugar de la serie La Mesías. Empieza la liturgia.
Un punteo cálido, un fraseo de guitarra tranquilo, nítido, muy bello. Yerai no necesita aspavientos. Prefiere viajar en paz, contemplando la ruta y su paisaje
Un punteo cálido, un fraseo de guitarra tranquilo, nítido, muy bello. Yerai no necesita aspavientos. Prefiere viajar en paz, contemplando la ruta y su paisaje. La acción transcurre en apenas unos metros cuadrados, con dos bancos, focos arriba y abajo y un telón negro. Y el juego de las sillas, cómo se pone cada una y con qué simetría, con qué intención se mueven y cantan esas palmeras. Nada es porque sí. El espectáculo está estudiado. Lo que se transmite es serenidad, orden y cierta naturalidad no exenta de pasión. Se suceden, en armonía, las palmas y el canto coral, las coletillas propias del cante a cada alarde de Yerai, quien a modo de director, sortea cada curva. ¿Y las letras? Pues eso: silencios que lloran de pena, esa tristeza por haber sido malo con alguien querido o esa historia que habla sobre puertos italianos y cafés parisinos. Con una hora justa de actuación (la teoría del menos es más), Yerai Cortés convence a todos, incluso a los incrédulos. A la salida, con muchos argumentos de peso, la sensación aquella de, “sí, yo estuve ahí”.