White Rabbit, Red Rabbit, de Nassim Soleimanpour
Actor: Jordi Basté
Sala Barts. 10-04-2017
La predictibilidad absoluta de las programaciones teatrales de Occidente ha acabado eliminando uno de los factores más importantes de la experiencia escénica: la sorpresa. Dicho con menos pedantería, la mayor parte de veces que asistimos a una representación teatral ya sabemos todo lo que pasará y, de hecho, ya hace tiempo que lo único renovador que hay en el teatro europeo (también en la ópera) es el atrevimiento y la inventiva de los directores para trasladar la acción original de un texto a nuestros días. Que Hamlet la palmará no será nunca más un spoiler, y de hecho ya nos da totalmente igual, porque lo importante de la cosa es ver si Rigola, Manrique o Selvas revestirán al príncipe de Dinamarca como un drogadicto delirante, si Ofelia irá vestida de puta o si la pobre Gertrudis bailará sardanas para sanarse la culpa de encamarse con el cuñado.
Con White Rabbit, Red Rabbit, el iraní Nassim Soleimanpour intenta reventar la dinámica previsible que atenaza la escena actual a través de un experimento donde un actor que cambia en cada representación se enfrenta a setenta minutos desconocidos de texto escondido en un sobre que el protagonista va leyendo y que pide muy a menudo la interacción del público. Escrita en el 2010 cuando el iraní tenía veintinueve años y vivía recluido en su país por haberse negado a prestar el servicio militar, White Rabbit, Red Rabbit lucha por volver a lo desconocido en un mundo donde el porvenir sobrevive a la red (de hecho, hay muchos fragmentos del espectáculo consultables en Internet) e intenta recuperar el sentido de la intimidad de lo que pasa en el teatro en un entorno comunicativo que tiende compulsivamente a equiparar el secretismo al mal.
La convención se consigue a medias y yo la respetaré ahorrándole al autor (¡y a los productores!) detalles sobre el final del espectáculo. Porque, al fin y al cabo, la obra de Soleimanpour interesa mucho más por el hecho de quién la interpreta que no por lo que nos aporta, una fábula animalística moralizante que aprobaría bien justita un taller del Institut del Teatre y un texto que no acaba de entrar a fondo ni en la represión política que sufre el autor ni en las convenciones del teatro que pretende poner en duda. A diferencia de otros países (donde el público no sólo intervenía a petición del actor, sino que abordaba el escenario espontáneamente) si alguna cosa ha demostrado la adaptación barcelonesa de la obra es que los catalanes somos seres bastante aburridos y que al teatro, básicamente, vamos a que no nos toquen mucho los cojones.
El espectador, en definitiva, no viajó al Barts anhelante de asistir a un experimento sociológico de interacción teatral chupiguay, sino atraído por la morbosidad de ver cómo Jordi Basté sobrevivía a su debut escénico en un privilegio hasta ahora reservado a actores. Confesadamente nervioso al principio, el capitán de RAC1 salió adelante espléndidamente, pues supo contagiar el texto del ritmo trepidante con el que despierta a familias y señoras a diario cuando las calles de la ciudad todavía no han sido dibujadas por Dios. Basté trufó el texto con invenciones propias (que preludiaba alzando la mano y girando la palma), de los pocos instantes en los que el público se permitió cierta distensión y, ante la progresiva esponjosidad del texto, fue una lástima que no lo hubiera trufado todavía un poco más de material propio. En la próxima vida, Jordi.
Acabado el experimento, Basté sobrevivía bien entero al reto, mientras el público se marchaba del Barts con una catarsis teatral inexistente, con las convenciones escénicas intactas y, eso sí, muchas imágenes en el teléfono móvil para compartir morbosamente o guardarse con aquel narcisismo propio del #yoestaba. Dónde está el pobre autor iraní y qué se ha hecho de su desdicha conejera, a la gente –sinceramente– parecía que le importaba un pito.