No vivimos solo en la era del click, sino en la era del click superficial: clicamos aquello que llama nuestra atención y le damos like a lo que nos gusta a simple vista, sin indagar en sus causas o consecuencias. Las redes sociales son el vertedero de información gráfica más grande del hoy, un espacio abstracto y paralelo donde la vida siempre parece más bonita, más idílica. Pero ¿qué es lo bello? ¿Lo que intuimos e imaginamos en la foto o la imagen en sí? Ya dijo Platón hacia el 390 a.C. que lo que vemos puede distorsionar la realidad y que la única manera de comprenderla es abandonando la caverna. Y si Instagram es la caverna, ¿deberíamos cerrar nuestra cuenta para volver a la vida real?
Vayamos por pasos. El filósofo griego expuso su reflexión sobre la estética en la teoría de la belleza que, a su vez, se enmarca en el contexto de su conocidísima Teoría de las Ideas: en ella, el de Atenas distingue entre el mundo de la sensibilidad – aquello físico que podemos tocar – y el del pensamiento, lugar donde se halla el conocimiento. Según él, para que algo nos parezca bello, antes debemos tener la idea de que lo es, porque las apariencias son mutables, corruptas, y pueden engañarnos: vaya, que solo podemos ver la esencia de las cosas si las miramos con la mente y desde la razón. Que solo allí está la autenticidad de las cosas.
Si algo nos ha enseñado esta red social con el paso del tiempo es a dudar de todo lo que vemos. Los influencers o creadores de contenido postean material estudiosamente impostado, aparentando lo que quieren enseñar, fingiendo y huyendo de la espontaneidad. De esta manera, se proyecta una imagen premeditada que fácilmente se confunde con la inmediatez de una instantánea natural. Estas fotos montan una existencia paralela: crean un prototipo maravilloso que los usuarios confundimos con el mundo real. Y nos parece bello porque lo comprendemos así: en nuestra mente, la parte inteligible, el subconsciente ideal y el razonamiento, ratifican esa belleza en su concepto y la convierten en la verdad. Con esa mentalidad, podríamos hipotetizar que, a Platón, Instagram le parecería la panacea. Pero a la que cogiera un dispositivo móvil y viera que las fotos son entes que mutan con filtros, retoques y horas de preparación, se echaría las manos a la cabeza, tumbaría la belleza de lo que publicamos y etiquetaría nuestros posts de sombras engañosas que nos despistan.
¿Nos hace bien el contenido que subimos?
Volvamos a la caverna. Allí, el mundo sensible vendría a ser el de las sombras embusteras, con figuras proyectadas por la luz del fuego que dejan boquiabiertos a los hombres. Esas imágenes son solo apariencia y para conocer la esencia de lo material y alcanzar las ideas, la verdad o la belleza, hay que salir de la cueva. Hoy vivimos en un Mito de la Caverna al revés: nos creemos que todo lo que vemos proyectado en Instagram es la realidad y deberíamos desconectarnos de la red para llegar a la idea real.
Creemos que la realidad es lo que vemos proyectado en Instagram: el Mito de la Caverna, pero al revés
El filósofo también equipara la belleza a lo útil y a la bondad. ¿Nos hace bien subir contenido como locos, es bueno sucumbir a la dictadura del like, sirve de algo? Los estudios dicen que no: un 32% de chicas afirman sentirse peor con su cuerpo por culpa de Instagram y el 13% de usuarios británicos atribuyen a esta red social el deseo de suicidarse. La sobreexposición es tal que puede generar angustia, autoexigencia desmesurada y ansiedad, trastornos de salud mental o problemas de socialización. Eso sin contar los indicadores de vanidad, egolatría y narcicismo, que desarrollan una dependencia de la admiración de los demás que puede acabar convertida en adicción. En ese sentido, los datos también son más que preocupantes: según un informe reciente de Unicef, uno de cada tres adolescentes hace un uso problemático de Internet.
Todos estos atributos son contrarios a lo que el pensador griego consideraba como bello. Él definía la belleza como “aquello que gusta, que atrae, que despierta admiración, agrado, fascinación”, algo que, decía, se consigue con el deseo, con el amor. Si bien cuando empiezan a usarse, las redes sociales pueden crear ese espejismo, tras de sí ocultan auténticos desiertos áridos de arena que poco tienen que ver con la autoestima o la sororidad. Si como decía Platón, el amor – el que nace del auténtico cuidado personal y grupal – es la fuerza que aspira a llegar a la idea de belleza, a ese intangible perfecto, el auge de las redes debería estar ya tocado de muerte.