Si a Federico García Lorca no le hubiera matado el fascismo, Bernarda Alba viviría amorrada a la pantalla. No sería ninguna influencer pero sería selectiva en su contenido, puliendo al dedillo sus muestras, fingiendo una vida perfecta de rectitud y disciplina. Cotillearía detrás de un perfil con foto de estudio y en su feed solo tendría publicaciones bien cuidadas, siguiendo su filosofía de vida, la del bien queda. Convertiría su bastón maldito en botón acusador, censuraría el pezón lechoso de Pedro Almodóvar, compararía su maravillosa obediencia con las desfachateces de los demás y se obsesionaría con los likes, queriendo ser la que más gusta, la que más cumple.
Si Margarita Xirgu no hubiera rescatado el legado de Lorca un 8 de marzo de 1945 en Buenos Aires y el director José Carlos Plaza fuera ahora el primero en representarla, Bernarda (Consuelo Trujillo) sería usuaria extremista del pin parental y vestiría sus Stories de negro, siempre de riguroso negro. Las utilizaría para contarle al mundo sus verdades absolutas. Compartiría posts de otros, seguramente de mujeres arrastradas por la marabunta en Afganistán, incluso utilizaría algún emoticono victorioso para aplaudir las desfachateces de VOX. Todos los días, desde que sale el sol hasta que se acuesta, miraría el mundo a través de esa pequeña ventana digital porque "vivimos actualmente en un mundo en que la imagen y lo que piensan de nosotros, nuestras posibilidades de trabajo dependen mucho de lo que parecemos, no de lo que somos", que dice Plaza.
Si la obra se hubiera escrito a día de hoy, los pantalones negros de pinza hubieran sustituido las faldas de media pierna y las puntillas serían recuerdo. Angustias (protagonizada por Ana Fernández) quizá tendría un marido y habría parido más de 3 críos con el ojo morado; estaría muy alejada de Amelia (Montse Peidro), mal llamada solterona y cuidadora de la madre y de la abuela (Mona Martínez), amargada sin vida por alargar la de otras. Magdalena (Ruth Gabriel) y Martirio (Zaira Montes), más libertinas que libertarias, ahogarían sus penas en alcohol y, entre novio y novio, llorarían a un amor futuro que no llega. La trepa de Adela (Marina Salas) ya se habría ido a conocer mundo o a despotricarlo, y ni rastro entre acto y acto, dios sabe qué sería de ella, y sería la mal nacida, la descarada, la hija muerta. Y la Poncia (Rosario Pardo) sería esa, la Poncia, figura insustituible.
José Carlos Plaza: "Bernarda Alba es un talibán, una mujer verdugo"
No es del todo así en la obra de Plaza en el Teatro Apolo, programada hasta el 26 de septiembre, pero podría. El director recoge las reminiscencias de los años 40 y trae a cuestión las personalidades añejas con los ojos del ahora, un encaje nada desfalcado. El techo de cristal, el desprecio a las mujeres, su indefensión contra el maltrato. No hay ápice de redención en lo que podría haber sido y la evolución queda resignada a un pasado nada libre; solo el mismo fondo con decorado distinto. "La situación de la mujer deriva de una represión que no se quita nunca, una represión machista que está aumentando en vez de disminuir; parece que tienen más derechos pero en el fondo no es verdad", explica. Bernarda toma la perspectiva y el papel del hombre, se convierte en represora. "Bernarda es un talibán, no es una mujer víctima, sino una mujer verdugo".
Firma la representación un reparto estelar, actrices con solera que amoldan sus retratos a una realidad tradicional ultraconservadora, sus caracteres forjados a pie de dictadura. La autoridad de Bernarda Alba como molde del modelo rancio y patriarcal, aunque es mujer y es la más machista, también la más oprimida de todas. Sus manos, acostumbradas ya a la oscuridad de no ser y a la costumbre de imponerlo todo, con la violencia por montera. Una no conoce el amor que no ha vivido.
Un letargo de consecuencias intempestivas
Bernarda Alba sería de esas que se dejan impresionar por cuatro instantáneas bien hechas y sienten envidia por los planes de otros, en tanto pueden gustar más que los propios. Y lo suyo siempre es mejor. ¿Por qué sentir deseo ajeno por aquello indebido, blasfemo, ordinario? Denunciaría publicaciones de chicas en bikini y cervezas frías y se proclamaría feminista de bajos fondos, luchando por la rectitud de las mujeres y por mantener intacto sus derechos y sus obligaciones con la casa y con el luto, 8 años en arresto domiciliario sufragados y sustituídos por una adicción no confesa a las redes. La más feminista de todas, también, a sus ojos arcaicos. Quizás es cierto aquello que dicen, que es mejor creer que afrontar. Que no hay más ciego que el que no quiere ver.
¿Pero qué pasaría si la matriarca no se dejara llevar por las habladurías? ¿Si pasara del luto, si no hubiese querido atar en corto a sus niñas? ¿Habría cambiado la historia si Bernarda aparcara los prejuicios y publicara en Instagram una foto sonriendo tras el adiós al marido muerto? ¿O el peso de los ancestros y el letargo de una sociedad plenamente jerarquizada y desigual continuarían haciendo mella en la capacidad de ser de las protagonistas? La obra nos invita a cuestionarlo todo, también la cultura represiva que continúa impregnando nuestros días y las consecuencias garrafales que nuestras decisiones pueden acarrear, la locura y la muerte. Es una obra sobre el pasado y una tragedia casi griega que ejemplifica el miedo: el miedo al cambio, el miedo al qué dirán, el miedo a no poder vivir, el miedo a la soledad, al desequilibrio, a la anarquía, a la normalidad. Una comodidad impuesta pero despreocupada, ajena a trifulcas y desestabilidades reales de tres al cuarto.
"Es una obra que habla de la condición del ser humano, de la tragedia del ser humano encerrado y que tiene miedo. En la casa de Bernarda Alba no hay cerrojos, no hay ninguna cosa que impida a las hijas salir; solo su falta de preparación, su cobardía, la falta de posibilidades de vivir, la falta económica; lo que pasan tantas mujeres hoy en día", dice José Carlos Plaza, que ha visto ya más representaciones de la Bernarda de las que recuerda. Está feliz de poder volver a escena tras la pandemia, de ver la ilusión de la gente tras las mascarillas y de hacer gira con la representación, pasando después por Madrid y Valladolid. "Aunque para algunas administraciones, la cultura es un peligro enorme, porque la cultura hace al hombre pensar y no quieren que pensemos". Como Lorca hizo en su obra casi póstuma (no la pudo llegar a ver representada), toca el qué dirán, sí, pero sintetiza los elementos para ser menos explicativo y más emocional, sin decorar la obra. Plasmar la esencia y dejar que estas 8 mujeres cuenten lo que tienen que contar sin filtros de Instagram de por medio.