Una literatura es más rica y plena cuando acoge a los mejores, como al bufón Saki, a santo padre de los bufones, así es conocido Hector Hugh Munro (1870-1916). Y nadie podía haberle traducido mejor que Carme Geronès. El hecho es que Saki el escritor nació burlón, descreído, irreverente, y con el tiempo, y contra todo pronóstico, fue despojándose del escepticismo juvenil y del desinterés por las causas nobles hasta convertirse en, ya mayor, en lo que podría denominarse un escritor comprometido, engagé.

Se le compara a veces con Oscar Wilde, sobre todo porque nos ofrece un inglés prodigiosamente limpio y leíble, fiable. También porque se entusiasma con las paradojas, por las frases preñadas de ingenio. No podemos olvidar que también le gustaban los hombres y que tuvo también un final triste y desconcertante. Fue una personalidad más que brillante, seductora, encantadora pero, poco a poco, fue abandonando las comodidades de la sociedad victoriana, se fue desengañando, desentendiendo y como en el famoso cuento de Wilde, acabó seducido por todo lo que vive en las afueras, por todo lo que había más allá de la valla del jardín, por el conocimiento de la realidad más dura y cruel. Por la verdad de una vida sin contemplaciones. Por la atracción del abismo.

Un buen día, Saki el descreído, el bromista, con casi cuarenta y cuatro años, se enroló voluntario, renunciando a un destino protegido como oficial del ejército británico. Quiso sumergirse en el peor de los mundos, en el infierno de las laberínticas trincheras de Francia durante la Gran Guerra. Estaba determinado a someterse al más exigente ejercicio de verdad. De repente se acabaron los juegos de salón, las conversaciones ingeniosas y con punta, las acrobacias verbales, los libros, los periódicos, los poemas, las pinturas suntuosas y los palacios de cristal, todo quedó sepultado por toneladas y más toneladas de barro húmedo. Esa diarrea mitológica que bañaba a los mejores hijos de la sociedad europea, una sociedad tan culta como impotente, sonámbula.

La batalla de Somme fue una de las grandes carnicerías de la historia. / Wikipedia

El tío Oscar fue el primero de los temerarios que canjearon su estúpida comodidad por la verdad biográfica. La inteligencia más arrogante y satisfecha del siglo, el escritor más sorprendente y brillante, el más deslumbrante y querido por la buena sociedad de Londres acabó en prisión en 1895, negándose a abandonar Inglaterra como un cobarde. Moriría en el exilio, poco después de recobrar la libertad, después de una melancólica enfermedad en el París del joven Proust, en 1900. Después fue el turno de Saki. La bala de un francotirador alemán, durante los últimos días de la batalla del Somme (una de las grandes carnicerías de la historia donde murieron más de un millón de soldados), en noviembre de 1916, acabaría con el escritor. Entre otros muchos distinguidos, significativos protagonistas, Guillaume Apollinaire también moriría en esta guerra debido a las heridas de un obús enemigo. Robert Graves se salvó por poco.

Aquel año de 1900 Saki publicó Reginald, una obra hilarante, un libro de cuentos feliz entre los libros felices que puedan encontrarse en este mundo. Un libro que aseguraba que “sólo hay dos clases de personas que no pueden evitar tomarse en serio la vida: las colegialas de trece años y los Hohenzollern”, en referencia a la familia imperial alemana. Era la época del optimismo por el nuevo siglo. Confiaban infinitamente, como durante los tiempos de los salones literarios de Madame de Staël, durante aquel período bienintencionado que precedió a la brutalidad y al terror de la Revolución Francesa. La historia ha conocido muchas de esas temporadas en las que la humanidad piensa que es suficiente con la inteligencia, con la formación, con el ingenio, con el buen humor, para conquistar un mundo mejor.

Saki es el gran maestro de la alegría y del pensamiento libre; convencido de que el talón de Aquiles de la civilización es el integrismo ideológico

Como extraordinario ejemplar de lo que fue la buena (y desconfiada) educación inglesa, Saki creía a ciegas en todo eso. Y si no se lo creía en ese momento quiso creer que podía ser posible. Era tan brillante, cautivador, inquisitivo, insolente, malicioso, con un humor tan cruel y sin concesiones, y muy negro a menudo, que nada se le escapaba. Al carecer de ingenuidad y de cualquier tipo de angelismo no previó la catástrofe. Saki sabía muy bien quién era, su habilidad verbal era temible, con una magistral ausencia de tremendismo y sentimentalismo. Muy pronto aprendió que una cosa son las teorías bienintencionadas y otra muy distinta el rostro contradictorio y cruel de la realidad que llamamos guerra. Guerra Mundial.

Nacido en Akyab (hoy Sittwe), en el golfo de Bengala, Saki se quedó sin madre cuando aún no había cumplido dos años. Fue educado en Inglaterra, en un universo presidido por las mujeres de la familia de su padre, el inspector general de la policía imperial de Birmania, Charles Augustus Munro. Su abuela y sus tías solteronas, Charlotte y Augusta, autoritarias y crueles, permanentemente enfrascadas en una rivalidad tan doméstica como feroz. De esta experiencia familiar procede su conocimiento tan profundo de las mujeres de casa rica, grandes conversadoras, cultas y temibles rivales, radicalmente antirománticas, poseedoras de un firme sentido de la realidad. Como en el extraordinario testimonio que dibuja Wilde en La importancia de llamarse Ernesto, Saki se esconde tras una aparente intrascendencia y en una falsa frivolidad enamorada por las formas. Así consigue ofrecernos un estupendo retrato de la época, verídico más allá de los juegos del lenguaje y de la fuerza centrípeta de las convenciones sociales.

“El escándalo es sólo la compasiva concesión que hacemos los alegres a los aburridos. Piense en cuántas vidas irreprochables se iluminan con las resplandecientes indiscreciones de los demás” sentencia Saki, sin complejos, en su famoso cuento Reginald en el Carlton. Viperino y mordaz, pero también profundamente lírico y elegante, se atreve a comprender el difícil arte de vivir, el que asume las contingencias. Quiere comprender el comportamiento de los seres humanos, la angustia que les arrastra, el horror y el desánimo, la inercia autodestructiva, la absurdidad, pero también comprender la irrenunciable vocación para la felicidad. Se da cuenta de que la ambición imperial británica o que el supuesto virtuosismo de la democracia, en realidad, sólo son un tímido ideal para conjurar el desastre el caos. Un ideal tan frágil como imprescindible. Y que la literatura es un método privilegiado de observación, aunque sólo sea porque vincula la moral privada con lo público. Saki es el gran maestro de la alegría y del pensamiento libre. Convencido de que el talón de Aquiles de la civilización es el integrismo ideológico.

Se publican hoy algunos de los mejores cuentos de Saki en catalán. Dicen que murió en un cráter de obús, instantes antes del asalto contra el enemigo, cuando estaba abroncando a un soldado que no podía dejar de fumar: “Apaga ese puto cigarrillo”, exclamó. Una bala alemana le dejó seco allí mismo.