Todo es tan lollipop, tan azúcar, que me pone de los nervios. Pero todos querríamos vivir en esa fiesta ligera y melodramática que es Big boys (Filmin), básicamente porque el drama ya lo tenemos. Sólo nos falta la velocidad en los diálogos, esos pavos tan maravillosamente paletos y un poco de absurdo cuando las cosas se ponen demasiado intensas.
Paciencia. Es inevitable las ganas de cerrar el Ipad y, sobre todo, de ahorrarse las palomitas dulces al principio. Porque en esta serie británica, alabadísima por la crítica el último año y con seis nominaciones al BAFTA a sus espaldas, todo es de tono pastel, ritmo picado y con una voz en off que parece una metralleta. Lo tiene todo para triunfar en 2024, vamos: un pedazo de videoclip. Pero bajo las maneras aceleradas y ese filtro molón, tan instagrammer, hay algo más: todos tenemos padres que se asustan cuando suena el timbre.
Humor y ternura
Por chorradas así, la serie consigue atrapar poco a poco. A todos los personajes les darías un achuchón, a todos. Te los traerías a casa por Navidad –no sé si en vuestras familias pasa, pero yo necesito animar las cenas–. Pareces estar viendo un capítulo de Sex Education dirigido por Wes Anderson. Paciencia, de veras. De primeras, no parece una serie para todo el mundo. Esa distancia moderna que tanto le gusta tener en catálogo a Filmin. Tanto referente pop que empacha: Eric Cantona, Jimmy Carr… Esas músicas; el tecladito de Metronomy. El We Are Your Friends (Justice i Simian) o el A new error (Moderat) sonando. ¡Patrick Wolf! ¡Cuántos años, por Dios! Pero poco a poco, la ficción termina siendo una cose-generaciones. Desde el humor y la ternura.
Poco a poco, la ficción termina siendo una cose-generaciones. Desde el humor y la ternura
Es imposible no pillar cariño a los “Epi y Blas” del Campus: Jack (Dylan Llewellyn), un chico gay timidísimo que se enfrenta al primer año de universidad después de la muerte de su padre, y su compañero de habitación, Danny (Jonathan Pointing, Smothered), un machirulo unos cuantos años mayor que él, patoso con las chicas, pero que es más vulnerable que una taquilla de gimnasio. El texto conmueve porque detrás hay una autobiografía –perfectamente ficcionada y narrada– por el cómico Jack Rooke que, como el protagonista de la serie, perdió a su padre de joven. A medida que pasan los cortos capítulos, poco más de veinte minutos por episodio, todo suma capas de profundidad: Jack gana confianza y su roommate, el machito que intenta pasar por aliado y que no se empalma por los antidepresivos, acaba sacando a relucir sus problemas emocionales. Al principio todo parece una patochada. Una patochada de reel. Toca todos los temas de agenda: feminismos, diversidad sexual, vogging, drogas, pantallas, milenialismo. Con el suceder de los capítulos, las bromas y las escenas alocadas, acaban haciendo florecer mucho más: duelo, estigma, dolor, frustración.
Al principio todo parece una patochada. Una patochada de reel. Toca todos los temas de agenda: feminismos, diversidad sexual, vogging, drogas, pantallas, milenialismo. Con el suceder de los capítulos, las bromas y las escenas alocadas, acaban haciendo florecer mucho más: duelo, estigma, dolor, frustración
Big boys parece la tontería británica del año, inteligente pero ligera, digna heredera para los fanáticos de Derry girls, donde Dylan Llewellyn –por cierto– hace de amigo inglés de las chifladas chicas irlandesas, y no: educa y entretiene. Además, nos descubre conceptos divertidísimos, como los “barbas con patas”; esos señoros que van de sabelotodo y que no resultan más que un disfraz de pelo en la cara. Big boys es el lugar donde reír y aprender sobre lo absolutamente mediocres que somos todos y las ganas que tenemos de encajar. Sobre todo en nuestra primera juventud. Porque… qué jodido es dar el salto hacia la adultez. Así lo demuestra el primer envite de la serie. A partir del 28 de mayo, segunda temporada en Filmin.