La duda ayer, verbena de Sant Joan en Barcelona, era qué Bob Dylan aparecería esta vez, teniendo en cuenta que la carrera del Bardo de Duluth es una huida constante hacia el lado opuesto a las expectativas de los otros.
La carrera del Bardo de Duluth es una huida constante hacia el lado opuesto a las expectativas de los otros
La única cosa sabida –y la más polémica de esta gira europea con motivo de su último disco, Rough and Rowdy Ways (2020)-, era que a todos los asistentes al concierto, el primero de los dos en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona, les sería retirado el móvil. Para algunos, el último capricho de un músico arbitrario. Para otros, condición indispensable para conectar con la música y aislarse de todo el resto. Precisamente por eso, el concierto tuvo aire de un ritual inmerso en penumbra, con un octogenario Dylan ocupando el centro pero parcialmente cubierto por el piano –del cual no se separó en ningún momento– y completamente rodeado de sus cinco músicos. Y alrededor nada, ningún móvil, ninguna iluminación o distracción superflua, el imprescindible silencio y oscuridad.
Un falso profeta
Dylan empezó con repertorio antiguo, Watching the river flow, un blues rock de los 70 que arrancó un poco flojo, con la voz de Dylan haciendo ruido del motor de un viejo coche cutre en Minnesota. Justo después llegó I contain multitudes, la canción homenaje al poeta norteamericano Walt Whitman o, mejor dicho, la canción homenaje de Dylan para Dylan, al Dylan que contiene muchos Dylans, tanto el crooner de las versiones de Frank Sinatra de los últimos años, el de los de himnos sociales que marcaron toda una generación a los 60, el judas del rock and roll... "Soy un hombre de contradicciones, soy un hombre de muchos estados de ánimo", cantó, para justificar que también es un hombre de muchos giros de guion.
Soy un hombre de contradicciones, soy un hombre de muchos estados de ánimo, cantó, para justificar que también es un hombre de muchos giros de guion
Aquí Dylan se levantó enérgico por primera vez, o pareció aferrarse al piano, o en plena contradicción, las dos cosas al mismo tiempo. Con la segunda de las canciones del último disco, el blues canalla False Prophet, se reafirmó en la idea de que no se tiene que esperar nunca nada de él - «No soy un falso profeta, solo sé lo que sé» - para después, con una bella versión de When I paint my Masterpiece – contradecirse de nuevo y hacerle un regalo a los más nostálgicos al desenfundar...y sacar la armónica.
Si los móviles estuvieron paradójicamente inmovilizados, las canciones circularon por el escenario una tras la otra
Si los móviles estuvieron paradójicamente inmovilizados, las canciones circularon por el escenario una tras otra, sin detenerse, a duras penas separadas por los entusiastas gritos y aplausos, que Dylan aprovechaba para beber y para volver al público –raramente, discretamente– algún corto, seco y tímido "thank you".
Un Dylan detrás de Dylan
Pero como siempre, hay más de un Dylan detrás de Dylan, quien al cabo de un rato aprovechó una pausa para presentar a sus cinco músicos –a destacar al gran bajista Tony Garnier y el batería Jerry Pentecost-, volvió a los tiempos de padre de familia con un I'll be your baby tonight que animó al personal, y acabó sacando su lado tierno –habrías querido abrazarlo- con el vals basado en la melodía de Jacques Offenbach, I've made up my mind tono give my self tono you.
Cuando el concierto acabó Dylan se separó por primera vez del piano, fue hacia el público, clavó las botas en medio del escenario e hizo un gesto que no se sabía si era una reverencia o un esfuerzo por no caer
También una vez más, durante toda la noche sobrevoló la duda: y si el viejo bardo no da tregua a la música – a su vida, a los conciertos – con el objetivo de no romper la magia, el truco, a fin de que no pensemos en el ser humano detrás del artista, del personaje, ¿del mito? Un pensamiento parecido a cuándo el concierto acabó y Dylan se separó por primera vez del piano, fue hacia el público, clavó las botas en medio del escenario e hizo un gesto que no se sabía si era una reverencia o un esfuerzo por no caer. Allí estaba Dylan, el señor viejo, sí, pero también el músico incansable. La persona consciente de haber cruzado el Rubicón, pero incapaz de renunciar a las Musas. El reinventor constante de sí mismo. Un icono de una época, pero ajeno al tiempo. Siempre dado por muerte, pero siempre de gira. El clásico acusado de posmoderno. El portavoz de una banda de uno. El enésimo Bob Dylan. Y un Dylan, todo se tiene que decir, en plena forma.