En el interior de la cafetería Katz's Delicatessen de Nueva York hay un cartel donde se indica la mesa en la cual Meg Ryan tuvo el orgasmo fingido más famoso de la historia del cine. "Aquí es donde Harry encontró a Sally, esperamos que sintáis lo mismo que ella sintió", indica el letrero. Un siglo antes de la icónica escena, cuando Willi Katz se sumó el año 1903 al proyecto de tienda de comida kosher de los hermanos Morris y Hyland Iceland, poco se habrían imaginado los tres que un siglo más tarde aquel negocio se convertiría en uno de los bares más famosos de Nueva York y mundialmente conocido por todo el mundo. La culpa: el sándwich de pastrami. Tampoco Marc Miñarro y Alberto Garcia Moyano debieron pensar el año 2013, cuando se atrevieron a comprar una humilde taberna de Sants en traspaso, que la Bodega Montferry se convertiría rápidamente en uno de los bares más famosos y auténticos en las redes sociales de Catalunya gracias a una cosa parecida a la del Katz's: unos bocadillos tan pornográficamente atractivos que es prácticamente imposible no convertirse durante unos segundos en Sally Albright.
El templo de los bocadillos creativos
Hay bares a los cuales se llega caminando y otros a los cuales se va pelegrinando, e indudablemente la Montferry es de los segundos. Llegar y plantarse a la puerta tiene alguna cosa expectante, casi mística, sobre todo cuando no se vive en Barcelona y el desplazamiento se ha hecho expresamente. Una de las cosas que más afirma la gente que hacía kilómetros para ir hasta Cala Montjoi a cenar al Bulli es que, curiosamente, uno de los grandes recuerdos que conservan de la experiencia no es de la comida en sí, sino del momento antes de entrar en el restaurante, cuando la anaconda en el estómago previa a los grandes momentos se apodera de todo. Alguna cosa parecida, salvando las distancias, pasa cuando uno llega a la calle Violant de Hongría 105 con un Almax 500 g ya preparado en el bolsillo y es consciente, después de años haciendo likes compulsivos en Twitter mientras la boca se hace agua, que por fin ha llegado la hora de descubrir qué sabor tienen los platos más fotogénicos y explosivos de Catalunya.
Sólo de entrar, la primera sorpresa es descubrir que los clientes, aparte de no parecerse nada a Meg Ryan, no están gritando de placer como locos. Si estan orgasmando, cosa altamente probable, lo hacen en un riguroso silencio. La segunda gran sorpresa es descubrir que hay alguna cosa todavía más atractiva y seductora que las golosas combinaciones imposibles de bocadillos que han hecho famosa la Montferry: la carta del bar, escrita en pizarras repartidas por el local a la altura de los barriletes de vino que reponen en el techo. Uno levanta la cabeza, observa toda aquella oferta de platillos escritos con tiza blanca y con la cabeza mirando arriba, inclinada, estática y maravillada como quien aprecia la cúpula de Giotto en el Duomo de Florencia sin miedo a a sufrir tortícolis, empieza a leer "capipota y tripa con garbanzos", "oreja de cerdo con garbanzos", "fricandó de la casa" o "albóndigas con calamar" y entiende que si Stendhal patentó un síndrome provocado por la belleza del Renacimiento florentino, alguien tendría que patentar también esta belleza descrita entre barricas de Priorat y vino de Gandesa.
Poemas en prosa que se pueden comer
Los dos protagonistas de Cuando Harry encontró a Sally no dudan en escoger un sándwich de pastrami en el Katz's, ya que todo el mundo en Nueva York sabe que el producto estrella del bar es aquel bocadillo, pero en la Montferry eso no pasa. Si alguna cosa define este bar de toda la vida, de hecho, es la gran variedad de bocadillos y tortillas del día que cada mañana, con la puntualidad de un tren suizo, publican en las redes sociales con la pertinente descripción, a menudo tan larga que podría ser digna de un examen de sintaxis en 2.º de bachillerato. "Tortilla de patata y cebolla con queso azul y bull negro", "bocadillo de morcilla y piñones con habitas" o "tortilla de patata y cebolla rellenada de brandada de bacalao y crema de pimiento de piquillo" son algunos ejemplos cazados al vuelo. Pequeños poemas en prosa, llenos de creatividad, atrevimiento y golosinería que cada día alimentan por los ojos a los millares de pringados que, como quién escribe estas líneas, desayunamos un triste yogur desnatado con muesli mientras tenemos la vista puesta en el post de Instagram donde un bocadillo de chistorra con queso azul nos está diciendo "ven, te estoy esperando".
Cuando por fin llegó la hora de sentarse a la mesa, una de las pocas que tienen el local, a un servidor el bocadillo que le esperaba fue finalmente el de panceta, sobrasada y queso brie, denominado "Borinot". También una cazoleta pequeña de capipota, acompañado todo con una copita de vino tinto Mas Rodó. Quizás fue el pan crujiente del bocadillo, quizás fue el perfecto punto picante y sazonado del sofrito o quizás fue la presencia de taninos en el vino, no lo sé, o quizás fue el café del final acompañado de un carquinyoli pletórico, o quizás fue la radio sonando en el hilo musical, o quizás aquellos letreros de "Tinto Mora", "Tinto Gandesa" y "Tinto Falset" que se leían en las botas de vino a granel, o quizás la sensación que con aquel desayuno no es que uno pueda encarar el día con suficiente fuerza como para ventilarse el trabajo de toda una semana, sino que uno se vería incluso con ánimos de ponerse a las órdenes del general Savalls y luchar sin miedo en la primera carlinada con el fin de dar la vida en la Batalla de Sant Quirze de Basora. Mirándolo bien, quizás aquella larguísima subordinación de disfrute supremo, como una oración sin puntos, fue más hiperbólica de lo que esta hipérbole puede condensar.
No hay duda: desayunar bien, de lo lindo, sin prisas y con calma en plena era de la inmediatez y las prisas entronca con alguna cosa atávica, profunda y sensual, casi animal. Casi contracultural. Casi inefable, como el placer cuando es real, por eso es una lástima que en el letrero de la entrada donde dice "Bodegas Montferry, vinos y licores" no se lea "y orgasmos reales". Tangibles, gastronómicos y sin atisbo de fingir, infinitamente más sinceros que el de Meg Ryan.