Escuchar cómo una persona de mediana edad refunfuña puede ser un ejercicio bastante cargante. Normalmente, los adultos que nos rodean intentan demostrar por tierra, mar y aire que todo lo producido, absorbido o normalizado por sus primogénitos es más sintético, perverso y, en definitiva, peor que lo que ellos crearon o compartieron.
Mi padre, por ejemplo, a menudo saca pecho de una de las actividades con la cual él y sus amigos amenizaban su verano cuando eran adolescentes. Esta, a grandes rasgos, consistía en coger mucho impulso y recorrer el muelle de Roses sobre una bicicleta para acabar saltando al agua desde la punta del espigón. Con la bici incluida, sí. Lo interesante, aunque esta parte se explica con la boca pequeña, era el proceso posterior: liberarse de los pedales, recuperar aire, sumergirse de nuevo, rescatar el chasis de hierro y, finalmente, cargarlo hasta la superficie, primero, y el suelo, después. Un pasatiempo divertidísimo solo si formas parte del ejército paramilitar serbio.
Diseña esta escena con un filtro de tonalidades apagadas y los acordes de Don't You (Forget About Me), de Simple Minds, y ya tienes la secuencia melancólica perfecta. Antes el agua era cristalina, el amor más puro y la música sonaba mejor. Quizás, solo quizás, al fin y al cabo no son más que imágenes idílicas de un pasado que ya no volverá y al cual solo se puede acceder a través de recuerdos idealizados. Quizás. No lo sé, solo tengo 24 años.
Una persona que controla bastante el tema de idealizar el pasado es Bret Easton Ellis. Este 2020, el autor de American Pshyco (1991) ha publicado Blanco (Literatura Random House), una especie de autobiografía que se puede resumir de la siguiente manera: señor de 56 años muy enfadado quejándose de muchas cosas.
Aunque los primeros capítulos tienen cierta gracia y nos sirven para entender como de problemático es el ecosistema de Hollywood, la realidad es que si Easton Ellis ha escrito el libro es para cagarse en la boca de todos los millennials. Pero escuchad, sin que eso se pueda interpretar como un fetiche de estos extraños de internet, hay que decir que su cagarro es bienvenido.
Tal como ocurre cuando tu madre encuentra en milésimas de segundo el jersey que buscabas desde hacía una hora, cuando Easton Ellis habla, toca asumir la derrota y bajar el frente. Porque el escritor californiano, aunque sea un boomer de manual, tiene parte de razón.
En Blanco, Easton Ellis critica sin contemplaciones la hipersensibilidad millennial, una coraza construida colectivamente que aplaca los inputs destructivos pero que, a la vez, sirve para dejar KO a quien se atreva a cuestionar la escala de valores dominante. Intentad escribir un chiste sobre minorías en Twitter y os daréis cuenta de que tiene razón. Ahora o dentro de cinco años, cuando el tuit en cuestión os cueste vuestro puesto de trabajo.
Como representante millennial exijo que nos liberemos de esta camisa de moralidad que nos pusimos el día que empezamos a entender el mundo. Si no lo hacemos, la generación Z –desacomplejada, atrevida y alegre– nos ganarán por la mano, si es que no lo ha hecho, ya. Y lo que es peor: un boomer de 56 primaveras conseguirá ser más disruptivo que nosotros.
Easton Ellis se da demasiada importancia, es un gilipollas (excesivamente) molesto y en lugar de asumir que desayunar tres rayas de cocaína tiene consecuencias eróticas y sentimentales, prefiere atribuir sus desgracias a la alineación de los astros. Es un enfant terrible viejo y pesado, pero también libre. Los millennials no podemos decir lo mismo.
Nota del autor: este artículo, más que una crítica del libro de Bret Easton Ellis, pretende ser, como de costumbre en el autor, un alegato generacional de baja estofa. Si quieres leer una reseña profesional sobre Blanco, clica el siguiente enlace para acceder al artículo que Víctor Recort escribió en la Llança el pasado mes de abril.