Hubo un tiempo en que los dueños de las empresas pisaban los derechos básicos de sus obreros. Llevaban traje chaqueta, casi siempre con corbata planchada – no por ellos – y zapatos de punta. En aquellos tiempos en que los patrones eran más dios todopoderoso que carne y hueso, al miedo se le llamaba respeto y a las trabajadoras, busconas con algo de suerte. Incluso se cuenta que los proveedores se elegían a dedo y que la meritocracia era una trampa para culpar al pobre de no haber tenido las mismas oportunidades. Esta es la historia de hace un par o tres de segundos y podría ser la tuya.
No cabe duda de que si El buen patrón de Fernando León de Aranoa ha batido récord histórico con 20 nominaciones a los Premios Goya es porque la realidad supera con creces la ficción y todos podemos ser víctimas o verdugos de ella: la película denuncia las obscenidades que se cuecen en los despachos, a la sombra de los buenos corazones. Es lo que pasa cuando se vive en un sistema reconocidamente desigual, descaradamente machista y absolutamente racista, donde el hombre rico, cishetero y blanco siempre es el que lleva los pantalones. Antes de verla, escuché decir que todo el mundo puede empatizar con Julio Blanco (Javier Bardem). No estoy de acuerdo. El carisma en ningún caso le hace menos hijo de puta, como creo que justifican aquellos hombres que tienen como mínimo alguno de los privilegios que ostenta y por eso pueden llegar a entender ciertas dinámicas de su comportamiento. Pero yo no. ¿Es que acaso debería despertarme alguna simpatía alguien que babea tras las becarias o que pisotea al colectivo?
No hay en dos horas de película ni un atisbo que permita tener esperanza en el ser humano. El protagonista es la recreación perfecta del macho ibérico, castizo y casposo de derechas que se cree un hombre hecho a sí mismo. Dirige Básculas Blanco, la empresa de balanzas industriales que fundó su padre, casado, putero, caserío con piscina y tostadas para desayunar. Un cliché ultra explotado por la izquierda que, sin embargo, continúa funcionando como aviso de luces de neón: jamás confíes en un tipo que se peina con la raya al lado.
Se trata de la toxicidad de cualquier empresario llevada al extremo más deleznable, cuando los tentáculos de lo laboral absorben la vida personal del trabajador
El argumento se centra en una semana en que la empresa puede ganar un premio a la excelencia que le brinde más prestigio y futuras subvenciones. El lema Esfuerzo, equilibrio, fidelidad espera pintado en la pared a que una comisión compruebe la calidad de la fábrica. Es un eslogan más cercano al falso lavado de cara que al reclamo de intenciones; si Julio Blanco es el emblema de la empresa, también es de recibo que sus valores y objetivos se midan a través de él. Tanto sus decisiones personales y siempre omnipresentes como la estrategia que planea para que su imperio no se vea perjudicado responden a la lógica más neoliberal. Regula su propio mercado de intereses, ya sea con el alcalde o con el director de un periódico local, pero siempre con personajes altivos y arrogantes poco acostumbrados a las pérdidas de control. Ahí, entre las invitaciones al ballet y el tráfico de influencias, es donde reside la auténtica fidelidad. Total, al cincuentón despedido con dos hijos, hipoteca y dignidad siempre le quedarán los centros sociales.
La superioridad moral del patriarca mandatario se disfraza aquí de protección y hasta de benevolencia: por ejemplo, cuando Blanco se inmiscuye en el matrimonio de su jefe de producción, Miralles (Manolo Solo), con quien lleva 20 años de relación laboral, y es solo porque sus problemas de concentración perjudican gravemente los tempos de la empresa. "A veces hay que trucar la balanza para que la medida sea exacta", dice el patrón. Puede parecer cotilleo de pasillo pero se trata de la toxicidad de cualquier empresario llevada al extremo más deleznable, cuando los tentáculos de lo profesional absorben la vida personal del trabajador y fulmina los límites de la intimidad y hasta de la decisión propia.
El buen patrón habla del dramático panorama laboral de este país y de que no hay oportunidades por culpa de las desigualdades estructurales del mercado. Además de la cuestión de clase, León de Aranoa pone el foco en la cuestión de género y de raza. La falta de paridad en la empresa es evidente y los puestos de responsabilidad están regentados, por norma, por los hombres (blancos). La figura del inmigrante es una caricatura constante a quien no se le permite evolución: las mujeres son prostitutas y los hombres, black washing o pura cuota. Pasa lo mismo con el ascenso de Liliana (Almudena Amor), la becaria que tiene una aventura con Blanco y que se acaba aprovechando del ninguneo de este para marcarle un gol: no es por talento sino por chantaje.
Aquí otro gran tema ninguneado por la lógica patriarcal: la relación de poder con las becarias es algo casi inofensivo desde los tiempos de Monica Lewinsky. Se ha establecido como un fetiche corriente que una mujer joven (y siempre sexualizada) se cuele en las fantasías de sus jefes para que estos se sientan más poderosos y pierdan el mundo de vista con ese olor jovial e inocente. Más allá de la sátira, el director tenía aquí la oportunidad perfecta para retratar la hostilidad y el asco que se siente cuando una percibe esa testosterona paternalista a cien por hora y ha frivolizado esta lacra a base de estereotipo simple: chica tonta que se enamora de su jefe, buscona casi de manual, que hace ojitos y se arrodilla y se pasa por el forro la pirámide de responsabilidad. La mayoría de chicas que sufren una situación de abuso de poder callan. Pocas, muy pocas, se ven con fuerzas de denunciar.