Ya lo estoy viendo. Visualizo el momento en que Eduard Fernández sube al escenario tras ganar el Gaudí, incluso el Goya, por su más que impecable interpretación en El 47. Le veo andar hacia el atril con la media sonrisa que ostentan los putos amos seguros de sí mismos y la platea en pie, los políticos socialistas aplaudiendo enfundados en sus trajes de gala, seguramente después de haber intercambiado con el susodicho algún comentario patriótico sobre el gran valor sociocultural de la película. Intuyo esa conversación entre bambalinas: Salvador Illa, ahora nuestro president, aplaudirá los valores del filme con una sonora palmadita en la espalda y Jaume Collboni, alcalde de Barcelona e hijo tardío de Pasqual Maragall, le recitará a Eduard que su papel ha contribuido activamente a realzar y resignificar las luchas barrieras de mitad del siglo XXI, “una estampa que sin duda es extremadamente positiva y simbólica para nuestra ciudad”. Y así se firmará el triste punto final del trayecto de la película que explica cómo el barrio de Torre Baró consiguió condiciones dignas para su gente: con un fuerte apretón de manos entre caballeros pulcros que se creen en el lado bueno de la historia.

Pero retrocedamos. Vayamos al momento en que se acaba la película y parece que hasta lo más insólito puede suceder con la compañía adecuada. Esta es la principal intención del filme dirigido por Marcel Barrena, interpretado también por Clara Segura, Salva Reina, Betsy Túrnez, Zoe Bonafonte o Carlos Cuevas: subrayar que sin colectivización no hay mejora social. Se retrata el espíritu incansable de las clases obreras, la disidencia pacífica de los movimientos vecinales y su perseverancia para dignificar los barracones en los que vivían los vecinos, la mayoría de ellos migrantes del sur de España llegados durante la posguerra con una mano delante y la otra detrás. Las primeras casas las construyeron sobreviviendo a la ley que decía que si una vivienda no tenía techo al amanecer debía ser derribada. Así vivieron mucho tiempo, sin apenas agua ni alcantarillado, y teniendo que andar hasta dos kilómetros para llegar al consultorio más cercano.

Pese al esfuerzo y la constancia del a pic i pala, su historia cogió impulso gracias a un nombre propio: el de Manolo Vital (Fernández), natural de Valencia de Alcántara (Cáceres), presidente de la asociación de vecinos y conductor de autobús. El 6 de mayo de 1978 secuestró su vehículo para subirlo hasta su barriada, superando calles empinadas sin asfaltar, harto de que el Ayuntamiento rechazara que a ese suburbio del extrarradio pudiera llegar el transporte público. Un año después, la línea se oficializó en Torre Baró. Pese a que le detuvieron y le condenaron, no fue a la cárcel. Siguió conduciendo el autobús y jamás se fue del barrio, hasta que murió en 2010 con 87 años.

 Es la metáfora de la vergüenza de unos políticos izquierdistas incapaces de frenar la voracidad de un sistema salvaje que prioriza el capital a las personas de carne y hueso

El filme no pretende ser un relato heroico sobre la llegada del bus al barrio, o sobre un superhombre que logró obrar un milagro social. La propuesta de Barrena es una radiografía nítida de un modelo cooperativo que el individualismo rampante ha ido dilapidando. El hito de la llegada del autobús ejemplifica todas las carencias que sufría la periferia de esa Barcelona construida ladrillo a ladrillo por sus vecinos, pero su perfecta recreación también evidencia que cinco cabezas piensan más que una —“con cabeza”, dice constantemente el personaje interpretado por Fernández—. De hecho, se ve en varias escenas que las consecuencias son nefastas para los sujetos cuando las decisiones se toman individualmente, por mucho que se hagan con la mejor de las intenciones. Porque la comunidad es de lejos lo mejor de una película ya de por sí mayúscula.

Por eso es imposible que no brote la rabia y la impotencia si ponemos los ojos en la Barcelona hostil que da la espalda a sus conciudadanos de forma sistémica y que se ha convertido en un parque temático en el que cada día es más difícil sobrevivir, y donde la militancia activa no llega a todo. Volvamos a Illa y Collboni, a esa imagen de ambos sonriendo en el cóctel previo a los premios de cine que probablemente sucederá. A la de después de la ceremonia, cuando hayan digerido la victoria del filme como suya y a muchos les queme la lengua. ¿Alguien les recriminará esa sonrisa triunfante? ¿Se atreverá alguien a señalar sus contradicciones? ¿Les tirarán en cara la Copa América, la turistificación, la F1 destrozando las calles en el centro de Barcelona, que la media del alquiler ya supera los 1.130 euros en la capital? Y lo peor de todo: ¿serán conscientes de esa gran incoherencia?

El 47 no quiere ser la píldora del año para llorar un poco y sentir que estamos a gusto con nuestras convicciones. Es la dignidad del pueblo luchando con el pueblo y por el pueblo. Es la metáfora de la vergüenza de unos políticos izquierdistas incapaces de frenar la voracidad de un sistema salvaje que prioriza el capital a las personas de carne y hueso. Y también es la frustración de una sociedad contemporánea aletargada a la que cada vez le cuesta más encontrar la fuerza para cambiar las cosas, aunque le sobren los motivos. Menos mal que siempre nos quedarán aquellas almas caritativas que compartirán el cartel de la película en Stories con el emoticono de un corazón roto. Esta película también es su (nuestra) pena.