Cuando llegué a Barcelona en 2010 tenía unas ganas tremendas de comerme el mundo: por fin salía de mi pueblo —ciudad, en realidad, tiene más de 10.000 habitantes— y me mudaba a la urbe, la que me pondría en bandeja todas las oportunidades que me habían dicho que tendría desde pequeña. Pero, a la vez, me sentí más rural que nunca: empezaron las bromas sobre las cabras que no tenía —negándole el respeto a quien sí las tiene—, la poca cobertura y todos estos prejuicios anacrónicos sobre los pueblos . Al principio me hacía cierta gracia, era una forma simpática de estar cerca de los míos; luego empecé a entender que esos chistes inocentes escondían una brecha geográfica e identitaria que acabaría arrastrando durante muchos años. Todavía hoy.
Dicen que se puede salir del barrio, pero que el barrio nunca saldrá de ti. Esta fórmula se repite como un onceavo mandamiento que a los de pueblo nos señala constantemente como pobres paletos emigrados que los ciudadanos de bien han aceptado adoptar. Además, ser de pueblo y vivir en la ciudad te convierte en un apátrida de manual: los de allí te ven como el colmo de la modernez, una mezcla entre fashion girl y moderna soberbia, y los de aquí te imaginan yendo en carro con el palillo en la boca, dos tipos de comentario que los respectivos declarantes siempre acaban convirtiendo en objeto de mofa. Y en medio, tú, que puedes encajar en todos sitios, que tienes un trocito de cada lugar, pero que, sin embargo, no perteneces a ninguno. Porque no te lo permiten. Es un conflicto existencial que nos vemos obligados a sobrellevar con dignidad impostada la mayoría de los que hemos cambiado el comer pipas en la plaza de la iglesia por beber birras a cinco euros la unidad en terrazas improvisadas colocadas en la acera: y no es fácil.
Para muchos, lo que pasa cuando eres un forastero —da igual que lleves viviendo aquí 10 años o 7 meses— es la crónica de una soledad anunciada: se manifiesta ya desde el principio cuando uno vuelve a la casa familiar los fines de semana porque en la ciudad nadie le ha propuesto un plan —eso cuando el trayecto está dentro de un radio máximo de 100 km y aún puedes permitírtelo—. Pasa demasiado tiempo hasta que entiendes que en la ciudad no todo es mente abierta como te habían hecho creer, que te lo tienes que currar, y cuando eres consciente la distancia entre la adolescente que quería comerse el mundo y la treintañera que sufre un síndrome de Estocolmo ciudadano ya es demasiado pronunciada. Cuando te das cuenta de que te has pasado media vida intentando encajar en un sitio que te encanta (pero que no es el tuyo) sin haberlo conseguido del todo te plantas en una crisis de identidad que te manda al ostracismo, al exilio y al rincón de pensar permanente. ¿Quizás lo que pasa es que el problema eres tú?
Ser de pueblo y vivir en la ciudad te convierte en un apátrida de manual: los de allí te ven como el colmo de la modernez, una mezcla entre fashion girl y moderna soberbia, y los de aquí te imaginan yendo en carro con el palillo en la boca
Así que coges el tren y vuelves a casa, porque se supone que ahí se tiene al grupo, a tu gente, pero cuando bajas del tren te das cuenta de que ya no tienes a quien llamar: que si no has planeado tu visita con antelación, nadie cuenta contigo; que el día a día que solías tener se ha quedado rezagado en el fondo de algún cajón. En encuentros improvisados por la calle te dicen que no se te ve el pelo, que eres muy cara de ver —sí, ya, claro, no vivo aquí— pero tampoco nadie coge el transporte para venir a verte: siempre la queja del poco tiempo y de lo caro que es el billete, como si no hubieran los mismos kilómetros de la capital al pueblo que del pueblo a la capital. Tras la tristeza, llega la culpa —¿por qué me fui?—, y pensar, en bucle, que tú te lo has buscado: porque se ve que también somos tan gilipollas que tenemos interiorizado que construirse una vida propia en cualquier otra parte es renunciar a los amigos y renegar de una parte de ti.
Nadie te dice nunca que no es excluyente amar tu pueblo y desear la ciudad, con esa manía que tenemos de sentenciarlo todo lejos del matiz. Nadie a tu alrededor se hace cargo de los domingos obligados en el sofá, ni de la ansiedad detrás de la agenda vacía, ni del desamparo —ya nadie tampoco te llama a ti primero—, ni del sentimiento de abandono para con tu familia —que sientes que ya no estás para ellos ni para sus problemas—. Se vende como éxito personal una meta (la de anidar en la ciudad) que en realidad es un proceso (el que haces toda la vida para sentirte a gusto en el nido): por eso el discurso oficial es que las ciudades acogen y no que los de comarca intentan ser acogidos.
Para los barceloneses de toda la vida no hay periodicidad, ni cafés espontáneos, ni planes de futuro contigo: siempre acabas siendo el colega descolgado con quien quedar supone casi un favor
Me gustaría añadir, a modo de reflexión, un lastre colectivo que he comprobado a base de hablarlo mucho con mis amigos y amigas —la mayoría, vale decir, exiliados también a la Ciudad Condal desde sus respectivos lugares de origen, ya sea por gusto o por necesidad laboral—. También imagino que será una unpopular opinion para los que se han criado aquí, pero así nos sentimos muchos: Barcelona es acogedora para los turistas, pero no para los pueblerinos —entendiéndose pueblerinos como cualquiera que haya nacido fuera del área metropolitana—. Lo he hablado con colegas de Valencia, de Girona, de Huesca o de Madrid, del Maresme o de Lleida, y coinciden conmigo: los nacidos en esta ciudad, tirando de generalidades, no empatizan, no incluyen, no invitan, o no al menos con aquellos que intentamos hacernos un hueco en estas calles.
Para los barceloneses de toda la vida no hay periodicidad, ni cafés espontáneos, ni planes de futuro contigo: siempre acabas siendo el colega descolgado con quien quedar supone casi un favor. Y por eso los de fuera nos acabamos juntando y haciendo piña. No digo que sea adrede ni con maldad o desprecio: de hecho, estoy segura que ni se dan cuenta. Al final, tu necesidad no es la suya y ellos actúan en consecuencia: eligen la comodidad del confort que dan los amigos de siempre, los semáforos de siempre y las costumbres de siempre. Por mucho que te quieran, a su rutina la quieren más, que es igual de lícito. Lástima que el portazo lo reproduzcan amigos potenciales que podrían convertirse en los mejores si no te vieran como esa persona que un día llegó para no quedarse.