A mi abuelo no se le cayó ningún rayo a encima. Más bien una granizada que afectó sólo a su trozo del suelo y lo va emxampar de lleno. La pérdida de la cosecha y la subsiguiente ruina la obligarían a tomar el camino de la migración. Mi madre se crio con una abuela que explicaba historias de ciegos y milagros bien reales. Rondallas i fábulas donde hacía presentes brujas más o menos inexpertas y mujeres que se habían dejado a los moros durante la conquista de aquellos parajes del secano de Teruel, que parecían contemporáneas por lo tanto vivas como se hacían presentes. Un mundo donde hay gente que tenía dones y sabía sacar males y ver cosas que no se veían aparentemente. También historias de violencia, de desesperación y de maldad que no se atrevían a decir en voz alta. En todos estos referentes familiares que me han tocado en herencia, tan alejados lingüísticamente, ambientalmente, paisajísticamente del universo de Irene Solà, pensaba en todo eso mientras el otro día estaba en las gradas de la Biblioteca de Catalunya, viendo Canto jo i la muntanya balla'.
De hecho, sin saberlo estaba prácticamente repitiendo las palabras escritas por Guillem Albà y Joan Arqué, los directores del montaje de La Perla 29, cuándo dicen "Canto yo y la montaña baila, resuena dentro de las geografías de nuestros recoreds y de nuestras vivencias, ya sean las más presentes como las más inconscientes y escondidas. Son unos recuerdos que vienen de lejos, de más allá de nuestra razón. Sueño recuerdos atávicos que nos ligan (todavía) al orden natural que manda todas las cosas". O cuando añaden "Un limbo ancestral donde nuestra existencia no es mucho más importante que la de un grano de arena, la de una gota de agua, la d0un chico de aire, una hoja de roble o de cualquier otro animal que habite dentro de la constelación cruel, sabia y natural de la Montaña".
El reto de adaptar la novela
También pensaba y cabilaba sobre como el equipo había superado el reto mayúsculo de adaptar una novela de estructura e idiosincrasia tan particular como el éxito que ha sido de público y crítico Canto yo y la montaña baila. Una novela coral donde, recordamos, hablan en primera persona el Sió, Mia, Hilari o Jaume, el hijo de los gigantes, pero también los corzos y las mujeres de agua, la lluvia o los perros, los fantasmas y las setas. Hay quien ha querido encontrar en la novela un aire escapista o naïf, pastoral, incluso cuando quizás sería más adecuado situarla en la tradición del drama rural de Víctor Català. Una autora también a menudo tomada del mito y no observada en la profundidad que merece a alguien que no estuvo, como nos quieren hacer creer, aislada en l'Escala. Claudia Cedó es la responsable de la adaptación en un texto que juega con la lengua y el hablar de la zona de entre Camprodon y Prats de Molló como un elemento más para reconstruir y conducirnos a un territorio donde la memoria de la supervivencia, la violencia, la superstición y la muerte fácilmente se confunden con la leyenda, la fantasía y una poesía ancestral nada bucólica. Un mundo, que si nos lo miramos con los ojos del excursionista que sólo repite tópicos y más tópicos sobre las bondades de la montaña, la genuinidad de sus habitantes y la calidad de sus productos artesanales, no llegaremos a entender nunca.
El reto de la adaptación se resuelve con el sentido práctico y la creatividad de La Perla 29, que en este caso y en un momento tan necesario vuelve a montar un espectáculo donde a mezcla del gesto y la interpretación de actores como Anna Sahún, Laura Aubert, Diego Lorca, Ireneu Tranis, Caterina Togores y la guitarrista Amaia Mirada, siguiendo la composición musical, de Judit Neddermann, la coreografía y los artilugios tecnics y artesanales que llenan la bóveda del antiguo Hospital de la Santa Creu, puede crear un pequeño milagro cada noche. El milagro de hacernos olvidar casi un año de pandemia, de distancia, de toque de queda y de contagio. Un milagro lleno de la sencillez aparente e hipnótica de la escritora de Malla. No desvelaremos demasiados detalles, porque preferimos que el espectador quede embelesado cuando vea aparecer delante suyo un corzo que salta por el espacio escénico. Sólo para ver aquel corzo habrá valido la pena.