Madrid, 23 de junio de 1768. Hace 251 años. Carlos III, el cuarto Borbón hispánico, firmaba la Real Cédula de Su Majestad, que ordenaba, entre otras cosas, que "en todo el Reyno se actúe y se enseñe en lengua castellana". Desde la aplicación del Decreto de Nueva Planta (1717) que Felipe V —primer Borbón hispánico y padre de Carlos III— había impuesto “por justo derecho de conquista”, el catalán estaba proscrito de la vida pública. Sin embargo, pasado medio siglo de dominación borbónica, el castellano no había conseguido penetrar en la sociedad catalana de la época. Carlos III (el de la puerta de Alcalá y el de los billetes de 5.000 pelas) lo quería resolver rápidamente, y con los argumentos de la pretendida Ilustración hispánica dominada por la Inquisición, ordenaría prohibir totalmente el uso del catalán en la escuela, incluso en las conversaciones informales.
La Catalunya de 1768
El año 1768 el paisaje sociológico catalán era muy diferente del actual. El catalán estaba proscrito del ámbito público. Pero medio siglo después de la aplicación del Decreto de Nueva Planta, el castellano seguía siendo una lengua desconocida por el 90% de la población del país. Y el catalán no tan solo había resistido en el ámbito popular, sino que el número de catalanohablantes, con respecto al año de publicación del Decreto de Nueva Planta (1717), se había más que duplicado. Los territorios catalanohablantes habían pasado de 700.000 habitantes (en 1717) a 1.600.000, que en 1768 representaban el 18% de la población hispánica peninsular. Si a todo eso añadimos que el gallego era la única lengua de un 15% de la población hispánica y que el euskera, el astur-leonés y el aragonés sumaban otro 15% de monolingües, nos encontramos con que el paisaje sociológico hispánico también era muy diferente del actual.
El circo judicial catalán
El castellano era una lengua totalmente desconocida por casi la mitad de los súbditos peninsulares del Borbón hispánico. Y eso, en el terreno de la cotidianidad, provocaba situaciones tragicómicas que minaban la ya escasa credibilidad del régimen. En Catalunya, Felipe V —con su Nueva Planta— había impuesto el castellano en las salas de los tribunales y había ordenado que todos los jueces y fiscales fueran castellanos. No hace falta decir lo que pasaba en la etapa inicial de la aplicación de la ley en los juicios políticos contra los dirigentes del partido austriacista. Sin embargo, todavía cinco décadas después, cuando la resistencia militar catalana ya solo era un recuerdo del pasado, las salas de los tribunales borbónicos eran un circo: jueces y fiscales que ni hablaban ni entendían el catalán, abogados que no pasaban del castellano macarrónico, y demandantes, acusados y testigos que ni hablaban ni entendían el castellano.
“Cuidando de su cumplimiento las Audiencias y Justicias respectivas”
En este punto es donde entra en juego Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda y presidente del Consejo de Castilla (el equivalente al Consejo de Ministros español actual). Aranda era un ilustrado convencido que pretendía transportar España (en aquel momento ya se la podía llamar así) a la modernidad a golpe de reformas. Pasando por encima de todo y de todo el mundo. Una de sus ilustradas ideas fue privatizar y deforestar los Monegros, hasta entonces el bosque de encinas mayor de Europa. Y otra sería la redacción de la Real Cédula, que en el capítulo VII dice: “mando que la enseñanza de primeras Letras, Latinidad y Retórica se haga en lengua castellana (...) cuidando de su cumplimiento las Audiencias y Justicias respectivas (...) para su exacta observancia y diligencia en extender el idioma general de la Nación (?) para su mayor armonia y enlace recíproco”.
La lengua de los jueces y de los fiscales
Si a todo eso añadimos que el título VI —es decir, el inmediatamente anterior— de aquella Real Cédula decía “En la Audiencia de Cataluña quiero que cese el estilo de poner en latín la Sentencias, y lo mismo en qualesquiera Tribunales Seculares donde se observe tal práctica; por la mayor dilación y confusión que eso trae y los mayores daños que se causan que las Sentencias se escriban en lengua estraña y que no es perceptible a las Partes”, se puede deducir, fácilmente, que la pretensión de Carlos III y Aranda podría haber sido acabar con el circo judicial catalán. ¿Cómo y de qué manera? Nunca instruyendo a los jueces y fiscales en la lengua del país, sino a la inversa: instruyendo a todo un país en la lengua de los jueces y de los fiscales. Porque no olvidemos el detalle que, en el año 1768, en Catalunya era tan estraña la lengua latina como la castellana.
El catalán, reliquia medieval
Pero, en cambio, una atenta mirada a la documentación de la época revela que el circo judicial catalán solo era el pretexto. El verdadero propósito era otro. Y aquí es donde entra en juego la figura de Carlos III. El de la Puerta de Alcalá era una de las figuras más representativas del despotismo —o absolutismo ilustrado— de la época. Y en su programa de reformas, la lengua catalana (y la vasca, la gallega, la aragonesa y la astur-leonesa) no tenían ninguna otra consideración que la de reliquias medievales que, por el bien de España, tenían que pasar a la historia. Carlos III impulsó una ideología que asociaba la lengua castellana con el progreso y la modernidad, y la lengua catalana con la rusticidad y la incultura. Es en aquella época que nace y crece la idea que dirigirse a un castellanohablante en catalán, es una manifestación de ignorancia y de mala educación.
La enseñanza, instrumento de adoctrinamiento
A todo eso hay que decir que en el año 1768 la enseñanza solo estaba al alcance de unos cuantos. Si bien es cierto que muy pequeños ayuntamientos —con sus escasos medios económicos— sostenían escuelas "de primeras letras", también lo es que la tasa de analfabetismo era superior a las tres cuartas partes de la población. Y en este punto se cierra el círculo: los pretendidos proyectos reformistas de Carlos III pasaban por generalizar la enseñanza. Naturalmente controlado por el régimen. El sueño —húmedo o no— de Carlos III y de Aranda no pasaba, simplemente, por educar a la sociedad, sino que consistía en educarla exclusivamente en castellano. Es lo que lo tenía el despotismo ilustrado: "todo por el pueblo, pero sin el pueblo". La escuela y la universidad como instrumentos de adoctrinamiento —y de control— de la sociedad: “extender el idioma general de la Nación (?) para su mayor armonia y enlace recíproco”
El superinspector Zamora
Carlos III es, probablemente, una de las grandes minas de destrucción masiva de la España que no pudo ser. Veinte años más tarde, mientras sus dominios peninsulares se debatían en terribles episodios de hambre, no se le ocurrió otra cosa que comisionar a Francisco de Zamora —entonces Alcalde del Crimen en la Audiencia de Catalunya— para llevar a cabo una profunda y exhaustiva inspección por todo el Principado con el propósito de informar a las autoridades judiciales de qué escuelas y qué maestros incumplían la Real Cédula de 1768. La inspección de Zamora es uno de los primeros testigos de la persecución judicial a la comunidad educativa catalana. Y sobre todo es una prueba manifiesta que el control sobre la comunidad educativa catalana ha sido siempre objetivo prioritario de la ideología nacionalista española: en regímenes absolutistas, republicanos o constitucionales.