Tenía que ser el corazón, claro, el asesino de Carlos Pérez de Rozas. Es lo que todos evocan a raíz de su muerte, hoy, cuando rergesaba a Barcelona de un viaje con Carme y unos amigos. Es un recuerdo justo. Él lo entregaba todo —se entregaba él mismo— con una pasión, energía y entusiasmo inigualables. Inolvidables. Da igual dónde: en medio de un cierre en La Vanguardia, el rediseño de un diario en Bucarest, la reorganización de una radio en Lima, con los estudiantes en clase —su debilidad—, en la tele hablando del Barça o en casa viendo las Grandes Ligas de béisbol, o en una llamada por teléfono, a cualquier hora, por si habías visto que Daniel Berehulak o Samuel Aranda habían publicado un reportaje gráfico colosal en un diario extraordinario que no te podías perder por nada de mundo, o porque ven que tenemos que encajar una imagen increíble en una presentación magnífica que sin ti no saldrá.
Era un hombre desmesurado, exuberante, excesivo en la amistad, el buen humor, el gozo de la vida. Alguien más grande que la vida misma, como dicen en inglés. No necesitaba mucho para dejar marca.
Un amigo de The New York Times a quien pedía a menudo páginas del diario para las clases y conferencias, responde así a la noticia de la muerte de Carlos: "A pesar de que nunca nos vimos personalmente, siento que lo conocía bien. Se nota que era un hombre muy apasionado". En unos mensajes aparentemente formales, Carlos, que no sabía una pizca de inglés, había conectado perfectamente con el amigo americano, un hombre muy reservado que sólo habla inglés. Hoy, uno de los becarios del congreso que la Society for News Design celebró en Barcelona, gracias al esfuerzo de Carlos, entre otros, recordaba que, cada día, el Pérez le decía: "¡Eres el más grande! ¡Sin ti no habría congreso!". Han pasado 19 años y aquel becario ha tenido y tiene cargos importantes, pero lo único que recuerda del congreso es a Carlos.
Rápido como un rayo
Hay miles de anécdotas así. Literalmente miles. Carlos Pérez de Rozas era así —y aun es quedarse corto. Pero toda esa pasión y energía, esa intensidad vital, sólo era la capa de la persona y el profesional. Porque era un profesional extraordinario: estaba muy al día del pan y la mantequilla del periodismo, su cultura —sobre todo la visual— era amplia y magnífica, se esforzaba por ser un buen creativo, era extremamente ordenado y sabía hacer que los otros añadieran aquello que se exigía a él: rigor, atención al detalle, intensidad. Era rápido como el rayo —era difícil seguirle el ritmo— y también sabía cuándo hacía falta dejar cocer un poco más una idea o un proyecto.
No era solo simpatía. Sobre todo había trabajo, esfuerzo, empuje. Sin ese capital profesional, esa sabiduría, su encanto personal prodigioso habría quedado en una máscara de colores y en su tarjeta profesional no figurarían (además del trabajo de fotoperiodista con su padre y tíos en el estudio Pérez de Rozas) Destino, Diario de Barcelona, El Periódico —que contribuyó a fundar—, El País, La Vanguardia y dos docenas de diarios de Europa y América que rediseñó con Toni Cases.
Entre todos ellos sobresale el diseño de El Periódico de 1978 con Fermín Vílchez, con quien fabrica un innovador híbrido de diario popular de calidad que dio cuerpo al proyecto editorial del editor Antonio Asensio y del director Antonio Franco, su gran amigo de siempre. También el rediseño de La Vanguardia de 1989, que él coordinó, es uno de los casos mundiales más logrados de aquella época de oro de los diarios de papel, pues abrió una alternativa gráfica a la escuela alemana de periodismo visual, entonces representada por el omnipresente El País, imitado en todo el mundo.
Un maestro legendario
Más allá de proyectos concretos, Carlos fue toda su vida un gran maestro en todas partes. Enseñar era su verdadera pasión. Sus clases y conferencias eran emocionantes y quedaban grabadas a fuego, casi tanto como trabajar con él. Lo que las hace legendarias, sin embargo, es que Carlos sabía ver cosas que nadie más veía en un grupo de fotos ordinarias, en unas páginas cualquiera, en una historia breve, en unos gráficos sencillos. Hacía saltar a todo el mundo de la silla, sí. Pero deslumbraba y atraía porque sabía mucho, porque era un profesional como un templo y sabía transmitirlo. Enamoraba porque tenía sustancia —y la aliñaba con su atención a la vida y a la gente porque sabía amar a las personas y al trabajo.
La amistad de Carlos podía parecer sencilla. Siempre dispuesto a prestarte su atención, era bienhumorado e imaginativo, compartía los honores y sabía cómo hacerlo pasar bien a cualquiera. Pero también era una tarea: las peleas y conflictos lo trastornaban, quería lealtad, era muy insistente y podía hacer perder el oremus a cualquiera con su afán de encontrar en todo y todos una cara positiva o con sus maniobras de distracción en el debate de lo que fuera.
"Pensábamos que sería eterno", dice una amiga al compartir la noticia. Pues claro que lo es. Carlos Pérez de Rozas es eterno.