Recomendaba Borges no decir nada si no las palabras no tienen que servir para mejorar el silencio.

El consejo es de una precisión abrumadora. El silencio intimida, desafía, ordena. El silencio es sagrado y, como tal, no conviene ensuciarlo con cualquier palabra.

Lo saben mejor que nadie los escritores y las escritoras, que trabajan teniéndolo presente todo el rato, como si fuera un precipicio.

La literatura nace cuando la comunicación se convierte en un problema, y si lo que escribe no consigue resolverlo con su ingenio o su talento, pasa a ser prescindible. Es mejor caer, callar y volver a probarlo otra vez.

El silencio está casi tan presente en el acto de escribir como el tecleo o los signos de puntuación. El silencio, en la vida de ciertos narradores, es capaz de provocar un alboroto enorme.

La chica rara

Este mes se cumple el centenario del nacimiento de Carmen Laforet (6 de septiembre de 1921, Barcelona), una voz genial y reluciente e inexplicable que con el paso de los años acabó muda delante del folio, sin soltar ni una coma. Como si se hubiera resecado.

No podemos saber exactamente cómo afectó este hecho a la autora ("a la chica rara", la definió Carmen Martín Gaite). Lo que sí que podemos medir es la tristeza que generó en sus lectores, que, a partir de 1963, después de ver la luz La insolación, quedaron definitivamente huérfanos. De repente, no encontraban la manera de vencer este vacío metálico que todos sentimos cuando nuestra firma preferida no vuelve a publicar un nuevo libro. Como diría Kafka, los únicos silencios que necesitamos no existen en este mundo.

El silencio, en la literatura, es también un aspersor que extiende centenares de preguntas. Queremos, exigimos entender porque se produce, de dónde sale, como se le combate, si es por ahora o para siempre. Buscamos respuestas a misterios que seguramente no tienen. Pero las buscamos, al fin y al cabo, porque no estamos hechos para asumir la derrota.

Nada de nada

Una de las posibles explicaciones del silencio de Laforet se encuentra, paradójicamente, en su primer gran éxito como novelista. Nunca volvería a acariciar uno similar. Tenía sólo veintitrés años cuándo la noche de Reyes de 1945 un jurado engulló en unas horas el manuscrito de Nada y lo condecoró con el primer Premio Nadal de la historia, para sorpresa del público y de un César González Ruano que era el favorito y que de la decepción un poco más y se tira por la ventana de su estudio.

A partir de aquel momento, su vida cambiaría para siempre. Su vida, aquel trayecto corto y anónimo que había arrancado en Barcelona, pero que había girado muy pronto hacia Gran Canaria a causa de las necesidades laborales de los padres, para, una vez superada la infancia, volver a tierras catalanas, donde la futura galardonada intentaría cursar sin éxito la carrera de Filosofía y Letras y acabaría mudándose al cabo de poco tiempo a Madrid, incapaz de readaptarse a la que había sido su casa.

Ya instalada allí, con un puñetazo, escribió la novela, que precisamente se basaba en su aventura frustrada en una Barcelona de posguerra que para una chica como ella, soñadora y libre, se reveló demasiado oscura, demasiado ceñida, demasiado insoportablemente pesada.


Jurado del Premio Nadal 1944. Archivo Destino

Un milagro

Nada es un milagro fresco, duro y prodigioso. Nada forma parte del patrimonio juvenil, en escombros, de todos aquellos que tuvimos que leerla en la secundaria. Nada explotó como una supernova: se convirtió en una de las novelas españolas más traducidas en el extranjero y la prensa enloqueció para saberlo todo de su desconocida autora. Nada fue, también, la primera piedra que frenó el torrente creativo de Carmen Laforet.

No quería escribir. No disponía de tiempo para hacerlo. Después del premio, en medio del estruendo mediático, no tenía la cabeza ni la paz ni las energías suficientes para reanudar la escritura. Decidió que no volvería a empezar hasta que no acabaran las preguntas. Hasta que no pararan de oscilar a su alrededor aquellos periodistas.

Sombras escurridizas y fisgonas que no dejaban de interesarse por su vida privada, por su familia y sus hijos, como si una mujer no tuviera bastante con ser escritora.

Paco Umbral, para mencionar a uno de sus compañeros de generación, apostó por construir un personaje y decantar el circo a favor suyo. Pero ella, a quien todavía se lo pusieron más difícil, no estuvo nunca cómoda ante los focos. Y la grieta se hizo más profunda.


Carmen Laforet escribiendo... en silencio

El barranco

Volvería a intentarlo, claro. Y a conseguirlo. A pesar de la presión y las expectativas. A pesar del vértigo. A pesar de la separación con el crítico Manuel Cerezales, quien le hizo prometer por escrito que no convertiría ningún detalle de su relación en material narrativo. A pesar de los nuevos y los viejos obstáculos. Así llegarían, primero, artículos para revistas que la ayudarían a pagar facturas.

Y así llegarían, más adelante, libros de relatos, o crónicas de viaje, o nuevas novelas, como La isla y los demonios o La mujer nueva, que algunas lectoras como Elvira Lindo reivindican como auténticas cimas literarias, por más que hayan sucumbido a la fuerza del monstruo que es Nada.

Pero la cosa ya no brotaba tan fácilmente. Y crecía la tentación de borrar la línea a cada nueva palabra que añadía. La autoexigencia es un animal feroz. Laforet se marchó a Tánger, a París, al Trastevere romano, a Nueva York; como si saliera escopeteada detrás de aquella pulsión que se le escapaba.

Haría nuevas amistades, como Rafael Alberti o Ramón J. Sender, a los que conquistó rápidamente con aquella sonrisa tan suya que le estallaba en medio de la cara. Era un alma diferente, moderna, imprevisible; lo sabían los que la rodeaban. Sin embargo, mientras pasaba la vida, los editores seguían apretando, los dedos se tensaban. Y el barranco del silencio se intuía muy cercano.


Este septiembre se celebra el centenario del nacimiento de Carmen Laforet

Escribiendo y rompiendo

"Escribía y rompía, escribía y rompía, escribía y rompía", recuerda una de sus hijas, Cristina, en el documental Imprescindibles de TVE, sobre aquella última etapa de su madre. "Tengo que escribir el libro olvidando que más tarde tendré que publicarlo, porque si no, no lo conseguiré".

José Manuel Lara, de Planeta, esperó siete u ocho años que llegara el manuscrito de Al volver la esquina. Pero Laforet, incapaz de darlo por acabado, ya no le enviaría, y no publicaría ninguna novela más en vida. Tampoco concedería ninguna entrevista más. Cansada de la fama, una vez, incluso, después de presentarse en el banco para firmar unos papeles, sorteó la euforia de una admiradora diciéndole que se equivocaba de Carmen Laforet. De alguna manera, iniciaba su retirada.

Nunca dejó de trabajar, sin embargo. Que nadie se engañe. Para alguien que escribe, desprenderse de la vocación es casi tan complicado como aprender a domesticarla. La espalda ligeramente curvada, el enésimo cigarrillo enganchado a los labios, las manos sobre la máquina: la autora, probablemente, siguió encadenando palabras, pero a oscuras. Porque la literatura no es sólo aquello que acaba en la estantería de una librería. La literatura, sobre todo, es aprender a luchar en silencio. Como decía Marguerite Duras, "escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin hacer ruido".