Más allá de las (lógicas) controversias por su final, uno de los méritos indiscutibles de Juego de Tronos es haber sabido entender la influencia de los libros que la inspiraron y haber construido un imaginario audiovisual pozo poderoso como para trascender el momento de su estreno. Todavía está aquí y seguramente será durante muchos años, y no solo por los productos que se derivan. En este sentido, La Casa del Dragón tenía como principal adversario la inevitable y odiosa comparación con la serie madre. Salía airosa gracias al hecho de que sabía aprovechar su crescendo dramático (los últimos episodios eran muy superiores a los primeros) y su indiscutible capacidad para crear escenas de impacto. Pero también heredaba algunos defectos de su predecesora. El primero de todos ellos, el palique palatino, consistente en mostrar a una serie de personajes anunciando a los cuatro vientos, y a todas horas, que pasarían cosas muy fuertes. Algunas de ellas, por cierto, acababan quedando por debajo de las expectativas. Otro problema enquistado es que la estructura de los episodios, cuando no tienen un momento catártico que los enderece, tiende a la repetición de encuentros en espacios sombríos en que se verbalizan cosas (de nuevo, el palique) que parecen más fruto de la necesidad de informar al espectador que de la necesidad real de los protagonistas de explicarlo.
El capítulo que abre la esperada segunda temporada de La Casa del Dragón es la perfecta síntesis de lo que hay de bueno y de malo en esta serie
Devoción religiosa
El capítulo que abre la esperada segunda temporada de La Casa del Dragón es la perfecta síntesis de lo que hay de bueno y de malo en esta serie. Ganan las negativas porque el 75% del capítulo, a falta de un previously como Dios manda, se basa en una sucesión de charlas, algunas dilatadas hasta la extenuación, en las que los personajes se requieren sobre acontecimientos de la primera temporada o, también, se ponen vendas antes de las futuras heridas. He ahí otro conflicto inherente a este imaginario: confía tanto en el interés de su público incondicional que a menudo olvida que allí fuera hay espectadoras y espectadores que no tienen ni idea de qué les están explicando. Eso repercute, por descontado, en la tensión de algunas de estas secuencias, principalmente porque no generan nada.
Lo que de verdad eleva el primer episodio de la segunda temporada de La Casa del Dragón son sus 15 minutos finales, un ejercicio de suspense ejecutado con maestría y que muestra la cara más terrorífica de la serie
En la parte positiva de la balanza, que está bien rodada (el uso del encuadre y de la luz es espléndido) y sabe hacer que la ambientación dialogue constantemente con los personajes y sus acciones. Esta era una de las principales virtudes de Juego de Tronos y lo que la acababa salvando de algunas ocurrencias argumentales. Pero lo que de verdad eleva el primer episodio de la segunda temporada de La Casa del Dragón son sus 15 minutos finales, un ejercicio de suspense ejecutado con maestría (esta omnipresencia de las antorchas) y que muestra la cara más terrorífica de la serie. Ojalá sea un augurio de qué vendrá durante las siete semanas posteriores, y que esta vez no esperen tanto a subir el nivel y la intensidad. Sea como sea, es evidente que la producción de Max ha sabido tomar el relevo de su predecesora como serie "importante" que se tiene que ver con devoción religiosa.