Rafael Casanova y Pere Joan Barceló, Carrasclet, son los personajes más paradigmáticos de la resistencia catalana a la brutal represión borbónica iniciada, prácticamente, al día siguiente del 11 de septiembre de 1714. Si bien es cierto que los ejércitos francocastellanos practicaron una cruel represión en la retaguardia del frente —la zona ocupada— con el propósito de anticipar la rendición de los resistentes, también lo es que la auténtica medida de la brutalidad borbónica no se haría patente hasta completada la conquista militar. Las historias personales de Casanova y de Carrasclet, supervivientes de la masacre, revelan de qué manera las elites y las clases populares del país se adaptaron al nuevo régimen. Y de qué manera y con qué métodos se resistieron a la perversa dominación de un régimen, el borbónico, que tenía como único propósito la destrucción de la nación catalana: de su sistema político, de su aparato económico, de su cultura propia y de su tradición histórica.
El mito Casanova
Casanova nunca quiso ser un héroe. Su perfil no era el propio de un hombre de acción. Y durante la guerra, su protagonismo estuvo limitado a la arena política. Como conseller en cap de la ciudad de Barcelona, el equivalente a alcalde, gobernó con rigor y con responsabilidad. Puso límites a los precios de los alimentos básicos, extremó la seguridad en las calles y persiguió implacablemente a los especuladores y los delincuentes. Como miembro de la Junta de Guerra nunca sería un paladín de la resistencia a ultranza, pero en cambio acataría disciplinadamente la voluntad de la mayoría. Casanova, sin saberlo y sin quererlo, adquiriría la categoría de mito la madrugada del 11 de septiembre de 1714, cuando enarboló la bandera de Santa Eulalia —símbolo del poder municipal— y se presentó en el meollo del combate. Allí pronunciaría una arenga exhortando a los defensores a luchar o a morir. Allí sería herido y evacuado. Sobreviviría a las heridas y a la guerra, pero allí nacería el mito.
La historia de Casanova pertenece a aquel tipo de historias que demuestran que la muerte —el sacrificio en último grado— no es un requisito indispensable para alcanzar la categoría de mito. Casanova pasaría discretamente del destrozo de la guerra a la paz de plomo, por el precio de 160 libras. Casanova, como todos los políticos que habían tenido algún tipo de responsabilidad, fue embargado por la perversa justicia borbónica. Pero, por suerte o por desdicha, Casanova no era un hombre rico. Había gastado la pequeña fortuna acumulada durante años de ejercicio de la abogacía colaborando en el sostenimiento de los gastos militares de defensa. 160 libras, el equivalente al precio de tres caballos, fue todo lo que los borbónicos le hallaron en los bolsillos. Se ha insistido mucho en que pasó el resto de su vida luchando por recuperar el patrimonio. Pero lo cierto es que, pasada la guerra, con la seguridad aportada por su suegro, sus preocupaciones tomarían otros caminos.
Casanova tardaría relativamente poco en ejercer de nuevo la abogacía. Y este hecho resulta muy revelador porque, si bien a simple vista puede sugerir la idea de que los borbónicos hicieron borrón y cuenta nueva, la realidad es muy diferente. De entrada, la historia de que al día siguiente del asalto borbónico los panaderos de Barcelona ya levantaban las persianas es tan falso como un duro de chocolate. Y de salida, Barcelona tardaría décadas en reponerse. Pero en cambio, las redes de complicidades entre las elites volvieron a funcionar al poco tiempo, en términos relativos. Con toda la devastación que comportó la derrota, la Barcelona del día siguiente del 11 de septiembre de 1714 no tenía ninguna otra elite que la que se había comprometido con la guerra. El precio de la derrota sería la pérdida de los poderes político y militar. Pero, sorprendentemente, las alianzas familiares y mercantiles trazadas por las generaciones precedentes conducirían a las elites derrotadas a la recuperación del poder económico.
El mito Carrasclet
Carrasclet, como Casanova, tampoco tenía la ambición de convertirse en un héroe. Pero a diferencia del conseller en cap, era un hombre sin relevancia política. Carrasclet era hijo de una familia de carboneros de carrasca del Priorat. La buena o mala costumbre, tan catalana, de dar un mote a todas las familias, en ocasiones relacionado con el oficio, le valdría el apelativo que lo haría popular. Carrasclet fue el prototipo del hombre rural comprometido con la causa del país. En aquella época, el matrimonio entre negociantes y campesinos iba viento en popa, y lo que era bueno para Barcelona era mejor para la Catalunya rural. La causa austriacista que defendían las elites de Barcelona —el ideal de la Holanda del Mediterráneo— rápidamente caló entre la masa campesina, y cuando estalló la revuelta de 1705, el campo catalán ya estaba decididamente comprometido. Carrasclet sería uno de tantos millares de voluntarios del mundo rural que combatirían por un ideal de país.
A Carrasclet, a diferencia de Casanova, el verdadero prestigio le llegaría después del conflicto. Una riña con un oficial borbónico que extorsionaba a los vecinos de su pueblo, Marçà, como pasaba en todos los pueblos de Catalunya, lo obligó a emboscarse. Allí se reuniría con centenares, probablemente miles, de hombres del campo excombatientes de la causa austriacista que, a diferencia de lo que pasaba con las elites barcelonesas, habían quedado fuera del sistema. Carrasclet formaría partidas de miquelets que, durante años, practicarían la guerra de guerrillas contra los intereses borbónicos. Con la complicidad —lo que actualmente se llama apoyo logístico— de la gente de las masías y de los pueblos. Asaltos a convoyes de armamento, a guarniciones militares y a elementos colaboracionistas que se enriquecían con la miseria de sus vecinos. Y se convertiría en el héroe de las clases populares rurales y en el principal enemigo del régimen. Sobre todo a partir del encarcelamiento de su familia.
La persistencia del conflicto, en forma de guerra de guerrillas, se puede explicar por muchas causas. Pero la principal sería la mezcla de desesperación y de indignación que dominaba al campesinado. La ocupación borbónica había destruido el aparato productivo catalán. La consecuencia directa de la derrota había sido la ruptura del matrimonio negociantes-campesinos —a causa de la ruina impuesta a las elites barcelonesas— que había arrastrado al campo catalán. Un conflicto que se alargaría hasta 1724, pasados diez años desde la conclusión de la guerra convencional, cuando Habsburgo y Borbones pactaron la restitución de los patrimonios embargados. Entonces se restablecerían los lazos, se recuperaría la economía y se acabarían las guerrillas. Carrasclet, héroe indiscutible de la resistencia rural, quedaría preso de su destino y acabaría sus días encuadrado en el ejército imperial austríaco con el grado de coronel. Y moriría en Alemania combatiendo por los intereses de los Habsburgo, curiosamente, el mismo año en que moriría Casanova (1743).