Hoy este artículo está escrito de rodillas, ya que vengo a confesarme delante tuyo, sin miedo. Empecemos por el principio. Hace años pisé la librería con el nombre más bonito, sincero y sin embargo triste que he conocido nunca: Le purgatoire. De hecho, técnicamente no era una librería como tal, sino una especie de salita anexa e independiente de La toute petite, la librería principal. Le purgatoire, con color de paredes diferente de su negocio madre y entrada independiente desde la calle, debía su nombre al segundo libro de la Commedia de Dante y a su condición: "una libreria donde los libros muertos esperan que alguien les de una nueva vida", tal como me explicó en un castellano afrancesado Jules, al joven propietario de aquel entrañable negocio ubicado en Auch. Sólo alguien con aquella cara de tener la sensibilidad de Georges Moustaki podía haber definido de esta manera una simple librería de segunda mano, sin duda. Sin embargo, también sólo alguien con aquella pinta de tener libros de Michel Houllebecq incluso en el revistero del lavabo podía haber explicado por qué decidió crear una sección independiente de la librería en una pequeña ciudad occitana como aquella, emplazada entre Tolosa de Languedoc y Pau, donde Cristo perdió la alpargata: "Leer libros malos es una mèrde, alors es mejor abandonarlos y que los lean otros", dijo. La frase, como un boomerang afilado, me resonó por la cabeza una vez tras otra tiempo después, hace exactamente un año, cuando sufrí la crisis lectora más tensa de mi vida por culpa de Canto jo i la muntanya balla, publicada en castellano como Canto yo y la montaña baila. Más tensa, incluso, que cuando me cayó de las manos El proceso de Kafka, El ruido y la fúria de Faulkner o el Finnegans Wake de Joyce.
Acabar libros aburridos o abandonar la tortura: he aquí la cuestión
El mundo se divide entre quien decide deshacerse de los libros viejos que tiene por casa y quien decide guardarlos, ni que sea para acumular polvo en las repisas. De acuerdo. Antes de eso, sin embargo, el mundo realmente se divide entre quien decide acabar los libros que no le entusiasman nada y quienes decide abandonarlos después de unas cuantas páginas de rigor. Ya que somos pocos y estamos en familia, me permitirás confesarte que hace exactamente un año intenté hasta tres veces diferentes leer la novela con la cual Irene Solà ganó el Premio Anagrama 2019, Canto yo y la montaña baila. La primera vez me había quedado bloqueado en la página 39, justo antes del capítulo de "Las trompetas". No lo dije a nadie, lo mantuve en secreto con la angustia de quien sufre almorranas en silencio y lo atribuí al momento vital que vivía, en pleno confinamiento, en casa, sin alcohol ni drogas, quizás poco propicio a intentar comprender una novela donde las nubes, los corzos y las setas del bosque son narradores homodiegéticos que hablan con la verosimilitud de la Mila en Solitud.
Conocedor ya del terreno, la segunda vez, unas cuantas semanas más tarde y ya más convencido de encarar la novela sin prejuicios y sin creer de que tengo en las manos una versión apócrifa de Bambi escrita por Víctor Català, tampoco conseguí entrar en el libro. De hecho, me volví a encallar muy al principio y no pasé de la página 55, justo al final del primer capítulo de la segunda parte. En Twitter todo el mundo hablaba maravillas de la novela, la prensa cultural no paraba de hacer reseñas y entrevistas brillantes a Irene Solà, mis amistades más afinas a la alta literatura me decían que era el mejor parido en toda la narrativa catalana del siglo XXI y yo, que había disfrutado de lo lindo leyendo Els dics –el anterior libro de la autora osonense-, seguía sin conectar de ninguna de las maneras con aquel libro del cual no conseguía leer tres páginas seguidas sin perder por completo la concentración. No era capaz de leerlo en ningún sitio: ni cerrado en el lavabo, como John Travolta en Pulp Fiction, ni dentro de la bañera, como Phoebe Waller-Bridge en Fleabag. Abatido, a diferencia de la primera vez, esta segunda vez decidí hacer un abandono largo, lo dejé descansar un tiempo, tirarme de hacia alguna cosa que me estimulara de nuevo la pasión lectora y esperar unos meses para volver a intentarlo.
La tercera vez llegó casi medio año más tarde, el problema es que fue después de leerme tres libros seguidos de Francisco Umbral con más virilidad castiza por metro cuadrado que en un anuncio de after shave de los años sesenta y protagonizado por un Guardia Civil navarro. Tendría que haber calculado que pasar así como así de Los amores diurnos a Canto yo y la montaña baila era más desaconsejable que casar un merlot del Pomerol con alcachofas. La intención estaba ahí, sin embargo, e incluso publiqué un tuit en el cual confesaba públicamente mi pena, afirmando a los cuatro vientos que hasta aquel instante había sido incapaz de leer el libro de Irene Solà del cual todo el mundo hablaba. Empecé la tercera ofensiva, pues, convencido de cumplir la quimera. Las primeras horas fueron mágicas. En efecto, nunca había llegado tan lejos, incluso conseguí disfrutar de la lectura durante pequeñas fases, sobre todo cuando decidí quitarme de la cabeza la idea de que se trataba de una narración lineal y que era alta literatura construida a partir del poder del lenguaje, pero en la página 81 me volví a caer. Conmigo, esta vez, también cayó para siempre el libro: el capítulo escrito en castellano, "El hermanito de todos", con aquel título que parecía obra de Ned Flanders, me lo rompió todo y me obligó a abandonar para siempre. Saber que Guillem Gispert había estado miembro del jurado del Premio Anagrama me hacía estar triste. Saber que también era el autor de la frase a la cual me aferré, sin embargo, me hacía estar seguro de mi decisión. En efecto, a veces tan bueno es insistir como saberse retirar.
El dulce placer de abandonar
Si has llegado hasta aquí, quiere decir que tú también has sufrido alguna vez la dolorosa sensación de estar leyendo un libro que no te dice nada y, sobre todo, el jodidísimo dilema de qué hacer: luchar, seguir y tragar o, en caso contrario, abandonar. Se hace difícil marcharse del cine a media película cuando el film no nos gusta, es extrañísimo abandonar el teatro a media obra ante un espectáculo que no nos dice nada y es poco común marcharse de un concierto por el cual hemos pagado 15€ de entrada cuando sólo hemos escuchado cinco canciones. En cambio, sin embargo, es la mar de lógico abandonar un libro al tercer capítulo si aquello que estamos leyendo no nos está interesando nada, quizás porque la lectura, gracias a las librerías y las bibliotecas, fue el primer ejercicio cultural donde el zapping cobró sentido, incluso antes de la existencia de la televisión. No nos marchamos de conciertos, no abandonamos los cines y no nos largamos de los teatros, vale, pero en casa, en el metro o en la piscina saltamos canciones en Spotify después de escuchar cuarenta segundos, dejamos series a la mitad en el segundo capítulo o abandonamos películas antes de saber quién es el asesino porque, sencillamente, nos estamos aburriendo. Cúanto más grande es el catálogo, más opciones tiene que fracasar, pero también más alternativas existen para encontrar aquello que nos puede gustar.
La existencia de librerías de segunda mano, se quieran decir librerías de viejo o cementerios de libros abandonados, no es obra de ningún fracaso, sino más bien de una victoria: la de decir adiós a una cosa que no te está haciendo disfrutar, aunque el resto del mundo te diga que tienes que procurar disfrutar de aquello. "No hay más libertad que la de entender que, es precisamente porque somos libres, que no todos somos iguales", le dije a Jules hace unos días, cuándo con el pasaporte Covid recién salido del horno me escapé a Auch con un libro en la guantera del coche. La frase la escribió Georges Moustaki en una canción y procuré pronunciarla con mi francés macarrónico mientras él procuraba creerme cuando le decía que, años atrás, yo ya había estado allí. "Me gusta la España, sus bosques, sus ríos, la nieve," me dijo, "una vez al año voy a Huesca y soy feliz". Una frase digna de un libro de memorias al cual me tiraría de cabeza, sin miedo de abandonarlo. Faltaban pocos minutos para las doce y media del mediodía y ya estaba cerrando. Le propuse hacer un Perrier en la plaza de la République, delante de la imponente catedral barroca de Sainte-Marie.
Antes de ir y hablar de poesía trovadoresca, de la cual compartimos tradición literaria común, hice lo que había ido a hacer a Auch: entregarle un ejemplar de Canto yo y la montaña baila que había comprado en Vilafranca para llevarlo allí. Mi libro, el que yo había abandonado, aún lo tengo en casa, ya que no haber disfrutado de manera lineal de la novela no excluye que sea, indiscutiblemente, un patrimonio de la narrativa catalana del siglo XXI que hay que tener en casa igual que se tiene un buen brandy con doce años de envejecimiento: para beberlo de vez en cuando, en pequeños sorbos, de manera fragmentaria. No pedí nada a cambio del nuevo ejemplar, evidentemente. Le rogué, sólo, que lo pusiera en algún estante de Le purgatoire a fin de que alguien, fuera de donde fuera y cuando fuera, lo desenterrara. A fin de que alguien, algún día, liberara el libro de mi propio purgatorio, expiando así el pecado de haberlo abandonado placenteramente hasta tres veces.